miércoles, 28 de agosto de 2013

¿Quién escucha al intelectual? - Por Fernando Bruno



El debate acerca del papel de los intelectuales en las sociedades contemporáneas, que por algún tiempo permaneció algo adormecido, ha recobrado una enorme vitalidad en los últimos años. El anunciado final de las grandes filosofías de la historia moderna y los relatos iluministas de ordenamiento del mundo generaron incertidumbres acerca del porvenir del intelectual. Sin embargo, su figura, transformada por el paso de las décadas, se vuelve a mostrar hoy relevante y necesaria para la comprensión de los acontecimientos sociopolíticos del nuevo siglo. En este contexto, y rubricando ese renovado interés, se acaba de publicar en nuestro país una edición revisada y ampliada del libro de Carlos Altamirano Intelectuales (Editorial Siglo Veintiuno). Con motivo de esa reedición, Ñ conversó con el autor en su estudio del barrio de Palermo.

En el libro, usted plantea un vínculo fundacional entre el surgimiento de los intelectuales y el de la modernidad. ¿Cuáles son las transformaciones que ha experimentado la figura del intelectual, si tenemos en cuenta que gran parte de los valores modernos han sufrido un enorme desgaste?

Bueno, hay cambios y continuidades. Respecto de los cambios: durante mucho tiempo, la idea de que la historia estaba asistida por un sentido de progreso y de que los intelectuales debían embarcarse en ese cauce y ayudarlo constituyó una especie de visión compartida. Esa visión fue sufriendo sucesivas desmentidas y algunos filósofos –de Nietzsche a Heidegger, entre otros representantes “sombríos” de la modernidad– establecieron un punto de vista crítico sobre ella. Hoy, difícilmente un intelectual podría sostener que la historia asiste a un proceso de progreso creciente o dialéctico. Esa fe está erosionada.

La otra cuestión asociada a esto es que el ejercicio de cierto profetismo laico, por así llamarlo, ha perdido margen de credibilidad. Hasta hace poco, se podía escuchar que estábamos viviendo en una sociedad capitalista que luego sería superada por una poscapitalista con tales o cuales características. Hoy es difícil escuchar que alguien se exprese de ese modo. Se puede ser muy crítico del presente, e incluso considerar que su funcionamiento es intolerable y que puede haber una sociedad mejor, pero es difícil escuchar que alguien diga que ese es el paso ineluctable de una marcha que arrastra al conjunto de la sociedad. Hay muchas dificultades para elaborar una doctrina general que opere como esquema conceptual para leer coherentemente el conjunto del mundo. La historia parece más opaca, más oscura, imprevista; el elemento contingente tiene en la actualidad un papel mucho mayor del que se le otorgaba en el pasado. Y así también se erosiona el rol del intelectual como profeta. Pero también hay continuidades. Por ejemplo, la idea de que el intelectual defiende ciertos principios o valores relativos a la verdad y la justicia y que está autorizado a hablar en función de un saber específico, o que es su responsabilidad hacerlo. Ahí uno puede reconocer la permanencia del intelectual en esa posición del espacio social; posición que por otra parte le es solicitada, ya que muchas veces se los entrevista y se los interroga para que hablen acerca de cómo marchan las cosas en el mundo, bajo el supuesto de que pueden decir algo iluminador o didáctico. Esa dimensión docente vinculada a la tradición del iluminismo del intelectual “totalizador” que puede hablar en términos globales, aunque está muy erosionada, sobre todo entre los propios intelectuales, en cierta medida permanece. Hoy los intelectuales defienden una verdad, pero en la mayor parte de los casos reconocen que no es la única verdad defendible.

De Emile Zola a Edward Said, pasando por Jean-Paul Sartre, ¿la figura del intelectual siempre estuvo vinculada a ese modelo de defensa de la “verdad” y al compromiso político?

Con los nombres que vos das, uno podría trazar una genealogía. Ese es un sector, una familia de intelectuales, que no podría decir que se ha extinguido. Ahora bien, Michael Walzer, por ejemplo, piensa que el intelectual no es alguien que ha salido de la caverna y ha podido contemplar la luz de la verdad: el intelectual está, para él, en la caverna. Y por lo tanto, la verdad de la que puede hablar es la de su propio grupo, la de su comunidad. También se podría tomar el caso de Foucault: es difícil que alguien que trabaja con la idea de un “régimen de verdad”, o de “construcciones de la verdad”, se erija como el enunciador de una verdad que los otros deben acatar. Entonces el paisaje hoy da lugar a una serie de figuras y familias que no pueden reducirse a un único patrón. El modelo de intelectual que surge ligado al advenimiento de la sociedad moderna y que tiene su bautismo político con el caso Dreyfus en Francia a fines del siglo XIX constituye hoy sólo uno de los cauces posibles: siempre aparece la palabra “verdad”, pero varía lo que ella significa en cada caso.

¿Podría describir brevemente dos de las perspectivas de interpretación que menciona en el libro, la marxista y la sociológica?

Hay dos cuestiones interesantes con respecto al marxismo: una, que el marxismo como ideología fue un polo de atracción para muchos intelectuales en todo el mundo, como hermenéutica de lo actual y del curso de la historia y como proyecto o programa de futuro. Pero, notablemente, en el período clásico de Marx y Engels no hay una particular atención hacia este mundo que para Marx era el de los “ideólogos”, como si no tuviera el suficiente espesor social para entrar en su esquema de análisis. No obstante, él libra muchos combates por la interpretación del capitalismo y mantiene una relación con los intelectuales populistas rusos. Pero es como si Marx sólo pudiera ver a través de esa intelligentsia , pero no pudiera verla a ella: Marx no se puede representar a sí mismo en esa visión. Entonces apenas se puede tomar una frase de La ideología alemana , otra del Manifiesto comunista , algunas declaraciones sueltas en las que parece esbozar un reconocimiento de la figura del intelectual.

Sin embargo, cuando se ingresa al siglo XX, el Partido Socialdemócrata alemán se ve obligado a dar cuenta de la existencia de esa intelligentsia . Más aún, hay una serie de tensiones al interior del partido entre los intelectuales, que manejaban la prensa y la teoría, y el sector obrero. Esto no hizo sino incrementarse a medida que las batallas que el socialismo tuvo que librar requirieron el concurso de esta “gente de saber”. Con Gramsci esto obviamente cambia: él pone la cuestión de los intelectuales en un lugar central, ya que le asigna a la cultura y al combate cultural un lugar central. Sin desarmar el tejido intelectual existente y generar un ejército propio de intelectuales orgánicos, no es posible que la hegemonía del proletariado pueda crecer. Uno puede preguntarse: ¿las perspectivas sociológicas eran ajenas al paradigma marxista? En algunos casos, sí. Pero en otros, no. Karl Mannheim, por ejemplo, representa la tentativa de perfeccionar y refinar el esquema marxista de lucha de clases y mundo cultural introduciendo la referencia a la intelligentsia . Pierre Bourdieu, crítico del economicismo marxista y de la relación directa entre mundo ideológico y clases, presenta por su parte un modelo de análisis extraído de la sociología weberiana de las religiones: no presta atención sólo al mensaje sino a los que producen el mensaje. Hay entonces una zona de la sociología que está más o menos emparentada con el marxismo, pero sin participar de las ortodoxias partidarias, y otra sociología que se hace completamente al margen del paradigma marxista; es el caso de Edward Shils, por ejemplo. En cualquier caso, la pregunta de la sociología es “¿qué es lo que hacen realmente los intelectuales en la vida social?”, que es muy diferente a la pregunta normativa: “¿qué es lo que deben hacer?”. Curiosamente, Bourdieu, en su último estadio, hace un llamado a los intelectuales para que se opongan al poder económico, al poder del mercado, algo que veinte años antes hubiera considerado un gesto “sartreano”. Invierte su capital simbólico en una lucha anticapitalista.

¿De alguna manera el gesto de Bourdieu representa la reciente rehabilitación del intelectual comprometido?

En los años 90 uno podría haber suscripto a un diagnóstico que se estaba haciendo en el mundo: la muerte de los intelectuales o, al menos, su eclipse. Mucho más difícil sería sostener un juicio similar si se toma en cuenta la situación latinoamericana de los últimos diez años. Ciertos fenómenos socio-políticos, llamados genéricamente como “populistas” o de “centro-izquierda”, aunque esas no sean las únicas designaciones que se emplean, han reactivado la vida política en estos países. A mediados de los años 90, la idea de la política como administración podía ser cuestionada, pero estaba en el aire: estaba el mercado, el gran asignador de recursos, y la política era la que garantizaba un buen funcionamiento de esa esfera. Incluso se trasladó parte del vocabulario propio del mercado económico a otras esferas: se hablaba de “mercado político”, de “mercado de ideas”. Hubo una especie de contaminación, por así decir, derivada de ese lenguaje que tenía su esfera más propia en la economía. Todo eso se ha trastornado en los últimos años e independientemente del juicio que se tenga sobre estos procesos, el paisaje es enteramente otro. Asociado con este proceso, reaparece en el espacio público la figura del intelectual. No es que los intelectuales hubieran desaparecido, que se hubieran llamado a silencio, pero por un tiempo parecieron circunscriptos a círculos pequeños. Pero en los últimos años –y quiero decir no tanto del año 2003 para acá, sino más bien del año 2008 en adelante– asistimos a una intensificación y una amplificación de su intervención en el espacio público. Obviamente no estoy haciendo ningún descubrimiento, pero creo que no es un hecho que pueda circunscribirse al ámbito argentino sino que es mucho más extendido.

¿Hay un nuevo modelo de intelectual entonces?

Yo creo que hay una rehabilitación de un modelo de compromiso político ya conocido. Es claro en el caso de la constelación de intelectuales que apoya al gobierno, cuyo punto de reunión es la agrupación Carta Abierta. Uno no podría decir que aparece allí algún rasgo que no hubiera sido ya visto, excepto en lo relativo a la organización y al alistamiento de un sector tan amplio que, hasta donde sé, es inédito en la historia argentina. La movilización en defensa del gobierno me parece algo nuevo; ahora, en términos de patrones o pautas generales, el intelectual como ideólogo es una figura conocida en la tradición política e intelectual argentina.

También hay un renovado interés en los fenómenos latinoamericanos por parte de pensadores europeos que ocupan un rol importante en los debates públicos internacionales.

Muchas veces nos visitan notorios intelectuales –franceses o italianos, por ejemplo– y encuentran aquí cosas que no ven en sus países. Yo creo que uno puede registrar una tradición bastante larga de europeos que van a las zonas calientes de la historia porque en sus países por alguna razón la revolución no tiene lugar, se retira o parece haberse eclipsado, y “hay algo que se mueve allá lejos”. Puede ser China, como lo fue para André Malraux, o América Latina, como lo fue para Régis Debray, bajo la idea de que la periferia es efectivamente donde se verifican los grandes enfrentamientos. Cuando viene Toni Negri, por ejemplo, o Jacques Rancière, ¿encuentran que acá esa revolución muestra su vitalidad? No lo sé.

Para terminar: la expansión de los nuevos medios de comunicación trastocó completamente los modos de producción y circulación de los discursos...


Yo creo que hoy no son los intelectuales los que producen opinión: son los comunicadores de los media los que más gravitan en este terreno. Los medios audiovisuales funcionan con un ritmo que presiona en el sentido de la simplificación. Y ahí yo sí enunciaría una fórmula normativa: allí donde reina la simplificación, la obligación del intelectual, independientemente de cuáles sean sus convicciones, es introducir sentido de la complejidad, resistir la tendencia a la simplificación y rehusarse al lenguaje de los estereotipos.

Cuando la política solo piensa en el poder - Por Ivana Costa

Un excelente artículo que publicó Ñ sobre "El príncipe", libro de Maquiavelo. Estas son las notas que cuando Ñ las publica les da un salto a nivel intelectual que la hace interesante a la revista.

Cuando la política sólo piensa en el poder

Condenado por su crudo relativismo moral, que aconseja mentir, robar y llegar al crimen si el ejercicio del poder lo requiere, algunos teóricos vieron en el pragmatismo radicalizado de la obra de Maquiavelo, un signo del Estado moderno. Aquí, una relectura crítica de ese texto que cambió la ciencia política y aún genera polémicas, las novedades que trajo el quinto centenario y dos opiniones expertas.

POR IVANA COSTA



Por una valiosa carta, sabemos que fue un día como hoy, hace quinientos años, que Nicolás Maquiavelo comenzó a redactar El príncipe. Despojado por los Médicis de su puesto en la cancillería de Florencia, exiliado –al cabo de padecer prisión y tortura, acusado de conspiración–, en la miseria, le cuenta en ella a su ex colega Francesco Vettori, enviado florentino ante el Papa, que acaba de terminar “un opúsculo, De principatibus , en el que profundizo todo lo que puedo en las reflexiones sobre este tema, discutiendo qué es el principado, cuántas especies hay, cómo se adquieren, cómo se conservan, por qué se los pierde”.
La carta está fechada el 10 de diciembre. Recién en marzo Maquiavelo había sido liberado de su cautiverio gracias a una amnistía decretada tras la elección de Giovanni de Médicis como Papa; había marchado al campo con su familia, y allí se había puesto a escribir una obra ambiciosa: los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. En un momento, sin embargo, decidió interrumpirla para confeccionar este otro librito mucho más condensado que, se supone, redactó en un breve lapso.
Los veintiséis capítulos de El príncipe llevan, de hecho, la impronta de una urgencia vertiginosa y de una esperanza manifiesta: Maquiavelo creía que si algún miembro de la poderosa familia de banqueros que gobernaba en el Palacio de la Señoría llegaba a leerlo no iba a dudar en contratarlo para trabajar nuevamente en la política de su patria.
En eso se equivocaba Maquiavelo. En primer lugar, porque ninguno de los amigos con los que había trabajado para el derrocado gobierno republicano iba a arriesgarse a acercarles a los nuevos Señores la voz de un proscripto. (Hay otra carta, en la que Maquiavelo se da cuenta de que Vettori en realidad no hará nada por mejorar su situación; y es de una tristeza incomparable). En segundo lugar, porque Maquiavelo sobreestimaba la capacidad de los Médicis para tomar decisiones exclusivamente sobre la base de las aptitudes intelectuales de su interlocutor: una cosa es elegir pintores, escultores y arquitectos para que embellezcan la ciudad, o poetas para que narren la gloria familiar, y otra muy distinta es ponerse a analizar sin prejuicios un tratado de política –por breve que sea– escrito, encima, por alguien que ni siquiera es un aliado. Dicen que cuando, tres años más tarde, “Lorenzino”, heredero de Cosme y de Lorenzo el Magnífico, al fin recibió El príncipecomo obsequio lo hizo rápidamente a un lado para detenerse en unos perros de caza que le había traído algún mercader ignoto.
Tuvieron que pasar otros cuatro años para que alguno de los Médicis se fijara en Maquiavelo; y esto, a instancias de sus nuevos amigos: los jóvenes aristócratas del círculo de la Academia Platónica de Florencia, que advirtieron pronto la fresca lucidez del antiguo canciller que regresaba del exilio. En 1520, Julio de Médicis, tío y sucesor de “Lorenzino”, y futuro Papa Clemente VII, le confió algunas tareas. Escribió entonces algunas obras muy significativas, piezas dramáticas de su propia cosecha y tratados históricos o políticos por encargo.

La fortuna de una obra
Pero Maquiavelo no quería ser un filósofo de la corte (como Galileo Galilei) ni un analista o funcionario de escritorio (como Francisco Guicciardini); quería actuar en política. Con los años, algo llegó a conseguir, aunque ya no se le delegaron tareas de primera línea, como las que había llevado a cabo durante la República, cuando negociaba personalmente con casi todos los mandatarios de los Estados italianos, con el rey de Francia Luis XII, con el emperador romano germánico Maximiliano, con el temible pontífice Julio II, y con un avasallante César Borgia, en plena campaña expansionista. En cuanto a El príncipe: permaneció inédito y, en vida de Maquiavelo, no trascendió más allá de sus allegados. Fue publicado en Roma y en Florencia, en 1532, cinco años después de la muerte de su autor.
El príncipe debe incluirse dentro del género de los “espejos de los príncipes”, que tuvo su origen en la Antigüedad y que fue muy popular en los siglos XIII y XIV. No eran solamente manuales de buena conducta, ya que planteaban cuestiones teóricas sobre doctrina y legitimidad. Pero mientras que los “espejos” de la tradición humanista se empeñaban por “adaptar un número cada vez mayor de reglas morales a la realidad” (la expresión es del historiador Riccardo Fubini), Maquiavelo enfocó la cuestión desde una perspectiva inusual: la del realismo. Su valiosa experiencia en la negociación diplomática con los “grandes hombres” de su tiempo le había dado una visión clara de las pasiones en juego. Y combinó ese conocimiento práctico con la “sabiduría” que le daba su persistente lectura de la historia antigua (leía con avidez a Jenofonte, Polibio, Cicerón, Tito Livio, Plutarco), de la cual obtenía un marco para tratar de entender los complejos fenómenos políticos del siglo XV.
Eso pudo haber oscurecido su natural talento de historiador (eso sostiene José Luis Romero, en un bello librito ya clásico) pero expandió su visión de analista. Con esa metodología, Maquiavelo recuperaba, además, una antigua tradición que había caído en desuso: la que nutre el pensamiento político no tanto de la metafísica como del análisis empírico e historiográfico.
La publicación póstuma iba a provocar no pocos malentendidos en la lectura de El príncipe: como se ha dicho, el cometido fundamental de Maquiavelo no era consagrarse con él en las aulas universitarias sino, en primer lugar, brindarle un salvoconducto hacia la función pública y, en segundo lugar, ofrecer un panorama de las herramientas a emplear frente al peligro de la disolución que acechaba a Florencia y a toda Italia. Maquiavelo no escribía ni aconsejaba a un príncipe totalmente inespecífico sino a alguno de los Médicis, o a alguno de sus socios: a quien fuera capaz de sacar a Italia de la situación en la que estaba, sometida por extranjeros: “sin jefe, sin orden, abatida, expoliada, lacerada, asolada”.
Francia, España y el imperio germánico, de hecho, ya habían hecho pie en la península y no se irían en muchos siglos. Maquiavelo, que llegó a vivir para sobrellevar la amargura del saqueo de Roma por las tropas de Carlos V y la humillante capitulación de Clemente VII, debe haber comprendido que las casi dos décadas transcurridas desde su escritura habían convertido ya a El príncipe en un obsequio muy diferente del que estaba destinado a ser. Dentro del círculo de lectores posibles –príncipes, consejeros, autoridades eclesiásticas–, el tratado tuvo, una vez publicado, una primera recepción muy negativa: el catolicismo dominante, conmocionado por el cisma luterano, lo consideró casi una herejía y pronto lo sumó al Index de libros prohibidos, con toda la obra del secretario canciller. En ámbito filosófico tuvo suerte más dispar: unos se sintieron obligados a abjurar de su crudo relativismo moral.
Una posición muy razonable, después de todo, ya que en El príncipe se afirma que con tal de obtener y conservar su principado, el gobernante puede –y debe– eliminar a los rivales y a sus herederos, aniquilar a los rebeldes, ser generoso con lo ajeno pero mezquino con lo propio, y desconocer los pactos contraídos si se vuelven desventajosos. Otros filósofos, en cambio, percibieron en ese pragmatismo radicalizado un signo de los tiempos.
No es que negaran el carácter circunstancial y hasta panfletario del texto (Maquiavelo habla de una Italia inexistente –en los siglos XV y XVI, era un conjunto de Estados enfrentados y dispersos–, como sustraída al tiempo y a la catástrofe que se avecina). No es que minimizaran el quebranto moral que el tratado deja traslucir sin ambigüedad. Pero comprendieron que esa escisión entre las dos esferas, la de la moral individual y la de la acción política, iba a ser una marca distintiva del todavía incipiente Estado moderno. Maquiavelo no usa nunca en sus obras la expresión “razón de Estado”, pero en El príncipe delinea con toda claridad el concepto, dotándolo, además, de un significado concreto y de una justificación teórica novedosa.

Elasticidad moral
Son muchos los temas en los que El príncipe resulta un texto innovador. Por ejemplo, su insistencia en que la primera y principal competencia del príncipe debe ser el uso político de la fuerza militar. Mientras fue secretario en la Cancillería, Maquiavelo destinó muchos esfuerzos a la creación de un ejército (que le dio a Florencia una serie de victorias en la Toscana), y en El príncipe fustiga duramente, y con razón, a los ejércitos mercenarios de los que se valían los gobernantes italianos.
Pero la principal apuesta filosófica del tratado se encuentra en el capítulo XV, que trata sobre las virtudes y vicios del gobernante, es decir: “De las cosas por las cuales los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o vituperados”. La humildad y la cautela que muestra Maquiavelo en las primeras líneas – “como sé que muchos han escrito sobre esto (…), dudo si no seré tomado por presuntuoso (…) por apartarme de los principios de los otros”– abren paso rápidamente al argumento con el que se demuele a la tradición. “Pero como mi intención es escribir una cosa útil a quien la comprenda, me pareció más conveniente ir directamente a la verdad efectiva de la cosa que a la representación imaginaria de ella”.
Este es el punto: la tradición es el universo de las representaciones fantasiosas e inexistentes (“muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca jamás se vieron ni se supo que hayan existido”). Su propio librito trae, en cambio, “la verdad efectiva de la cosa”. A diferencia de la fantasía proyectada, puramente especulativa, la verdad efectiva de la cosa es lo que efectivamente se produce ( efficere , en latín, significa “producir”, “dar como resultado”). Maquiavelo viene a decirle al mundo que en filosofía práctica algo es verdadero no cuando obedece a algún ideal teórico sino cuando tiene o ha tenido efecto; cuando efectivamente se dio, o puede darse.
“Puesto que hay tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir –sigue–, quien deja de lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende más bien su ruina que su propia preservación”. De ahí que el príncipe tenga que “aprender a poder no ser bueno y usar esto o no según la necesidad”. Dicho esto, ajustadas las cuentas con esa fastidiosa unidad de ética y política propia del pasado (“dejando atrás las cosas que conciernen al príncipe imaginario, y discurriendo sobre las que son verdaderas…”), ya se está en condiciones de avanzar por la vía moralmente escindida de la Realpolitik .
Ahora bien: ¿cuál es la tradición a la que Maquiavelo se contrapone (esos “otros” de cuyos “principios” él se aparta)? Hasta la primera mitad del siglo XX parecía haber un consenso tácito sobre este punto: se estaba rechazando el mundo clásico, antiguo y medieval. Sin embargo la cuestión parece hoy más compleja, y más interesante.
La presencia de antiguos y medievales dentro del razonamiento de Maquiavelo es evidente: la elasticidad moral del gobernante es deudora, en buena medida, de una idea de Aristóteles, quien vincula a la praxis con “la idea de contingencia del mundo” (poniendo límites a todo intento por determinar principios éticos universales a priori). Y Maquiavelo sólo pudo haber conocido esta idea aristotélica a través del pensamiento político medieval. El destinatario de aquella diatriba contra una concepción imaginaria e irreal del príncipe parece ser, entonces, el pensamiento político humanista del siglo XIV: un movimiento en el cual, no obstante, Maquiavelo está inserto. Sobre esto insisten los valiosos estudios de John Pocock, Felix Gilbert y Quentin Skinner, entre otros.

El papel de villano
En 1924, en su monumental libro La idea de razón de Estado en la historia moderna , Friedrich Meinecke definió “la doctrina de Maquiavelo” como “un puñal que, clavado en el cuerpo político de la humanidad occidental, le arrancó gritos de dolor y de rebelión”. Su concepción netamente pagana, dice Meinecke, “hirió e hizo sangrar su sentimiento moral natural” cristiano. En las décadas que siguieron, toda una corriente de pensadores políticos ha querido desligar a Maquiavelo del papel de villano. O ha intentado ver a la humanidad no tan sangrante, ni necesariamente herida, por este apasionante librito.
En su arrebatado y genial ensayo Notas sobre Maquiavelo , sobre la política y sobre el estado moderno (de 1949), Antonio Gramsci abrió la puerta a una reivindicación libertaria de El príncipe, al tratar de distinguir entre su funcionalidad “para los grupos dirigentes conservadores” y “su carácter esencialmente revolucionario”, que aquellos pretenden “enmascarar”.
Desde mitad del siglo XX, la cantidad de lecturas eruditas sobre El príncipe se multiplicaron geométricamente. ¿Cómo podría un lector empezar a leerlo hoy sin perderse en un mar de interpretaciones cada vez más atomizadas?
La Meditación sobre Maquiavelo de Leo Strauss, que reúne una serie de conferencias dictadas en 1953 en la Universidad de Chicago, es una guía certera. Comienza de manera insuperable. “Si nos declaramos partidarios de la anticuada y simple opinión según la cual Maquiavelo fue un maestro del mal no escandalizaremos a nadie; nos expondremos meramente a un ridículo benévolo o, por lo menos, inofensivo”. Por supuesto, Strauss no comparte “los puntos de vista más rebuscados” de los nuevos especialistas, según los cuales Maquiavelo era, en realidad, “un patriota o un científico de la sociedad o las dos cosas”. Alguien que aconseja gobernar asesinando, mintiendo y robando (y Maquiavelo “es el primero que lo hace en nombre propio”) expone una doctrina malvada; sin duda. Strauss también reconoce que “aunque verdadero, el anticuado y simple veredicto no es exhaustivo”, y que esa falta de rigor dio pie a la confusión –a la mirada excesivamente autocomplaciente– de “los nuevos entendidos”.
Strauss discute el argumento de la “cientificidad”: no hay tal cosa sino “embotamiento moral”, puesto que, aunque se desligue de los principios éticos fundamentales (no matar, no mentir, etc.), El príncipe sigue siendo un tratado normativo, lleno de “juicios de valor”. En cuanto al “patriotismo”, en Maquiavelo es “egoísmo colectivo”: un tipo de “amor a lo propio”, tanto más peligroso y seductor –dice Strauss– en cuanto se lo reviste de “devoción por el propio país”. “Justificar los terribles consejos de Maquiavelo recurriendo a su patriotismo significa ver las virtudes de ese patriotismo mientras se permanece ciego a lo que está por encima del patriotismo; a lo que a la vez santifica y limita al patriotismo”.
En un ensayo publicado en los años 60 (pero escrito en los 40), el historiador Federico Chabod contribuyó a precisar la diferencia que existe, en Maquiavelo, entre el patriotismo y su sacralización. Buscando poner un límite a las proyecciones nacionalistas sobre la obra del antiguo secretario canciller, Chabod argumenta que la idea de patria como algo sagrado recién se consagra a fines del siglo XVIII, cuando la política se inviste de un “ pathos religioso”. Rastreando antecedentes de esa sacralización en los pensadores del siglo XIV, Chabod muestra que “Maquiavelo no puede siquiera imaginar el hecho de transferir al amor por el país las características que siempre se atribuían al amor por Dios y a la iglesia”.
Mientras que el autor de El príncipe se había esforzado por apartar a la política de la religión, “a partir del siglo XIX, la religión se transfiere al interior de la política”, dando pie a una “religión de la patria”, en la que los asuntos mundanos adquieren valor sagrado y “la lucha política, un carácter religioso e incluso fanático”.
Cuando se lee la obra de Maquiavelo sin esa suerte de prejuicio defensivo que oscurece lo más evidente, cuando se reconoce la superioridad de la “antigua y simple opinión” pero se advierte el carácter incompleto de ese juicio, entonces es posible encontrar en El príncipelúcidas observaciones sobre el pasado y el presente. Pero es preciso tomar distancia del facilismo de las proyecciones actuales, buscando en él la herencia clásica pre-moderna. Se trata de mirarlo, como dice Strauss, “de atrás hacia adelante, desde un punto de vista pre-moderno hacia un Maquiavelo completamente inesperado y sorprendente, que es nuevo y extraño; y no mirar hacia atrás desde nuestro tiempo, hacia un Maquiavelo que se ha convertido en algo antiguo y propio; en algo casi bueno”.

martes, 27 de agosto de 2013

Frase - Federic Nietzche



"La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con que jugaba cuando era niño."

viernes, 23 de agosto de 2013

El peronismo busca un nuevo jefe - Por Luis Alberto Romero

El peronismo busca un nuevo jefe

Tras la derrota electoral que sepultó el objetivo de la re-reelección, se presenta una oportunidad única de observar, desnuda y sin poesía, la estructura política del segundo peronismo
Por   | Para LA NACION



Comienzan tiempos interesantes, un poco riesgosos pero apasionantes. Frente a nuestros ojos, durante los próximos dos años se desplegará un espectáculo digno de L' a comedia humana , de Balzac: el establecimiento de una nueva jefatura en el peronismo.
Muchos se preguntan si el peronismo todavía existe. La cuestión es demasiado compleja para clausurarla con un simple "sí" o "no", pues, como la Santísima Trinidad, el peronismo encierra el misterio de ser uno y muchos a la vez. No existe un programa, una "idea" o siquiera un sentimiento. Tampoco hay una organización, sino muchas, que compiten y acuerdan. Lo que sin dudas existe es un espacio común, más cultural que político, donde propuestas y liderazgos comparten valores, lenguajes, eslóganes, guiños y sobreentendidos que eventualmente facilitan la articulación. Ese espacio común es el peronismo.
El primer sobreentendido común es que se trata de ganar y de conservar el poder, y que para eso se necesita un jefe con carisma y autoridad , que articule el conjunto y le asegure un plus a cada jefe subordinado, expresado en una foto compartida. A diferencia del PRI mexicano, el peronismo no adoptó la saludable práctica de la renovación sexenal automática del gran jefe, y no hay mecanismos previstos cuando se debe renovar. Momentos como el actual tienen la dimensión dramática de un documental de National Geographic, cuando por ejemplo una manada de leones consagra a un nuevo jefe.
El espectáculo ya comenzó. No por la derrota electoral del Gobierno -de la que eventualmente podría recuperarse-, sino por la evidencia de que no habrá reelección. Se abre la competencia, con varios aspirantes de posibilidades parejas, y comienza un reacomodamiento de las estructuras del peronismo. Podremos ver al desnudo su forma de posicionarse, en un momento en que la pasión no enturbia el cálculo.
El peronismo clásico nunca debió afrontar este problema. Apareció en 1983, cuando estaba en el llano, y se dirimió en 1988, en la competencia entre Menem y Cafiero, quizás el momento más democrático e institucional del movimiento. Pero a partir de la vuelta al poder en 1989, la puja se maneja desde allí. El peronismo hace política con los recursos del Estado, con los que se mantiene la estructura política y se reparten beneficios, que a la larga retornan como votos. Lo hacen desde el presidente hasta el último intendente. Es un peronismo donde la política y la administración del Estado son la misma cosa.
Entre el Estado y los votantes, los administradores conforman una estructura política compleja y diversa. No se limita a la "Liga de Gobernadores" o a los "Barones del conurbano", en diálogo con el presidente. Ésta es sólo la parte externa de un juego que llega hasta los niveles más bajos, donde sus integrantes mantienen un contacto con los votantes que pone en juego todos los sentidos: pues para operar hay que hablar, oír, ver, oler y tocar a la gente.
El término "barones" es sorprendentemente adecuado, pues remite a una organización muy similar: la del feudalismo clásico, cuya compleja pirámide se asentó en quienes podían controlar directa y personalmente a una porción tangible y audible de los campesinos. Sobre esa base se construyó una jerarquía de autoridades, que llegaba hasta el príncipe o el rey, basada en lealtades y reciprocidades, pero sostenidas por la conveniencia o el temor. Las lealtades eran variadas, cruzaban lo territorial, lo familiar y lo político, y dieron resultados crónicamente inestables. El poder feudal, como el del conurbano, debe construirse y reconstruirse permanentemente, controlando las deserciones o quitándole subordinados al otro, pues entonces y ahora "nada es para siempre".
Aplicado a un municipio, por debajo del intendente de la eterna reelección, hay un presidente del Concejo Deliberante, quien en algún momento aspirará a sustituirlo. Quizás una oportunidad -un cambio en el gobierno provincial o nacional- estimule a alguno de quienes están por debajo -concejales, ministros, directores generales- a desplazar sus lealtades y comenzar a construir una nueva jefatura. En cualquier caso, estos cambios requieren realineamientos en los segmentos inferiores de la estructura. Allí, quienes han iniciado su carrera autoproclamándose "conducción" evalúan si su futuro está en la lealtad o en la traición. Cada uno está convencido de llevar en su mochila el bastón de mariscal; es sabido que muchos de sus mariscales sacrificaron y "entregaron" a Napoleón.
Esta inestabilidad permanente en el poder del peronismo estatal -ajeno a cualquier regla del Estado o del partido- explica el papel decisivo del jefe. Sin jefatura no habría peronismo. Y no basta un "liderazgo" como el que satisfaría, por ejemplo, a los radicales. Debe ser un jefe con autoridad y eficacia. Debe ser capaz de conducir al conjunto a la victoria. Debe poder manejar en orden el reparto de los recursos, del botín, eso que los estadounidenses llaman spoils. Finalmente, tiene que ser capaz de mantener la disciplina del conjunto, la unidad, con el palo y la zanahoria. Tony Soprano es un ejemplo didáctico adecuado para quienes no estén familiarizados con las antiguas prácticas de los reyes visigodos o francos.
Lo original del momento actual está, precisamente, en el final a término de la actual cúpula del poder, que además lo ha centralizado al punto de hacer notable su vacío. Sin cúpula, comienza el proceso de disgregación de quienes hasta hoy juraron fidelidad al modelo. Los que no tienen otra alternativa quizá la mantendrán hasta el final. Quien tiene algo que cuidar o vislumbra que en la ocasión puede aumentarlo abandonará el viejo redil y entrará en el juego. En la gran competencia hay varios competidores naturales: por lo menos diez. Los electores serán los otros, jefes, oficiales o suboficiales que controlan algún fragmento de poder. Todos pesan, cada uno en su medida. Dependerá de cómo se orienten, con quién sigan, a quién abandonen. Para cada uno de ellos el momento también es crucial y su elección será decisiva para su futuro.
Éstos son los protagonistas y el libreto básico de este episodio de la comedia humana. Los primeros ejemplos son deliciosos: el del intendente Ishii, quien hace apenas dos años proponía una cruzada contra los traidores, o el del sindicalista taxista Viviani, que sobriamente asegura estar "con los que ganen". Tras estos episodios, hay una oportunidad única de observar, desnuda y sin poesía, la estructura política del segundo peronismo.
¿Qué lugar ocupan en este juego las "bases peronistas"? Hay un papel para ellos, no a título individual, sino a través de los diversos colectivos que organizan la vida social popular. Quienes están vinculados con las estructuras son sus jefes: referentes, líderes sociales, "porongas". Ellos harán pesar el humor de sus dirigidos e indicarán si la gente "acompaña" con entusiasmo o a regañadientes, y hasta harán saber que no pueden encauzarlos a todos. Esto forma parte de su propio posicionamiento. Se abre una competencia en este nivel más bajo, donde la invocación a Perón o Evita parece pesar poco, y la de Cristina menos aún. Dependerá en parte de los discursos y de los acentos: más seguridad, menos corrupción, más lucha contra las corporaciones. Pero sobre todo jugará la posibilidad de mantener lo logrado, de acrecentarlo o de perderlo.
De todo esto saldrá un nuevo liderazgo peronista. Quienes no lo son se preguntarán cómo los afectará el resultado. Una posibilidad es que se consagre un "peronista manso", como se decía de algunos caudillos rosistas: tolerantes con los opositores, con mejoras en las prácticas y menos abuso del discurso. Otra alternativa es que la lucha no se zanje y que con un peronismo dividido se abra la posibilidad de alianzas transversales. En cualquiera de los dos casos, lo importante será apreciar la importancia de una brecha que permita a una fuerza política no peronista tomar forma. Un espacio alternativo y competitivo, con proyecto, política y liderazgo. Algo que por ahora parece lejano.

Entre la filosofía y el arte - Por Esther Díaz

Entre la filosofía y el arte

El rigor técnico no implica renunciar a la investigación creativa a pesar de los obstáculos, afirma la ensayista Esther Díaz. 

POR ESTHER DIAZ



Es de noche, voy atravesando un camino desconocido e inquietante, tengo miedo. De pronto surge de mi boca un canturreo. Una especie de ritornelo que me tranquiliza. Es como si con los pulsos de mi voz festoneara el caos circundante, como si restableciera cierta armonía en el mundo. La función del ritornelo , tal como la piensan Deleuze y Guattari, es trazar una delimitación de territorio que produzca tranquilidad ante la inmensidad indefinida de lo desconocido.
No sólo existen ritornelos sonoros. Hay gestuales, gráficos, sexuales y hasta investigativos (retroceso y retorno de problemas). Pensemos una relación entre investigación y ritornelos , no sin antes recordar que toda música implica ritornelos aunque no todo ritornelo es musical. Cuando se aborda un problema de investigación siempre está embarazado de caos. Una manera de asumirlo es intentar ritornelos indagativos. Consensuar regularidades, reiterar cuestionamientos, “desacelerar” el caos. El investigador tiene necesidad de un primer tipo de ritornelo, el territorial, en él coinciden elementos heterogéneos que establecen alianzas y brindan unidades de análisis.
Pero el investigador creador transforma el territorial y produce otro de segundo tipo, un ritornelo mundo despojado de códigos y cargado de innovación. Sigue fluyendo ahí el ritornelo primitivo, pero subsumido. Si esa investigación persevera alcanza una fuerza cósmica que se encontraba sin elaborar en el material originario, en el punto cero de la investigación. La producción fecunda irrumpe despojada de imperativos, de relaciones semiológicas entre las palabras y las cosas, o los sonidos y la fuente que los inspiró, o los conceptos y los entes. Copérnico formula la teoría heliocéntrica, Picasso crea el cubismo y Nietzsche resquebraja las columnas de la filosofía desobedeciendo pautas heredadas.
Si bien siempre es más fácil repetir lo establecido que afrontar lo diferente. Pero quien ama los desafíos huye de lo trillado y simple, va en pos de categorías nómades, modulables, autogeneradas o provenientes de críticas a la ciencia hegemónica, como las estructuras disipativas de Prigogine, los conceptos de ritornelo y rizoma de Deleuze y Guattari, la deconstrucción de Derrida o la arqueología genealógica de Foucault, entre otras perspectivas. Sin pretensión de universalidad porque si ésta existiera, ¿dónde está? El ánfora de la investigación innovadora se sostiene en tres soportes: rigor técnico, normatividad expresiva y libertad metodológica. Lo primero para el manejo de los instrumentos, lo segundo para la transmisión de los logros, lo tercero para la exploración y el proceso creativo.
El rigor técnico brinda la condición de posibilidad para la idoneidad profesional y está fuera de toda discusión, hay que ejercerlo. En segundo lugar, la normatividad apunta al armado de documentos e informes; parecería un simple requisito administrativo, pero representa un fuerte obstáculo para lograr metas académicas. Los estudiosos, si desean validarse como expertos, deben fundamentar sus realizaciones mediante escritos académicos. Actualmente lo requieren todas las disciplinas, se trate de ciencias, humanidades, tecnología o arte. Las estadísticas indican que no se trata de un impedimento menor. A este límite de quien aspira a validarse institucionalmente, se le agregan otros. ¿Cómo conseguir que los colegas evaluadores acepten abordajes no convencionales? Y los burócratas de la investigación, ¿qué harían si los investigadores no colocáramos en cada “casillero” de sus formularios los términos que la fuerte formación imperialista, sedentaria y positivista del saber ha estandarizado y naturalizado? Es dilemático. Abordemos ahora el tercer soporte: metodología y libertad. No se niega aquí que la investigación requiera métodos sólidos. Se sostiene en cambio que la creatividad no surge de fórmulas estancas. La investigación innovadora –no la repetidora– necesita procedimientos que presenten resquicios para la libertad. De modo que una vez lograda la obra, recién se pueda explicitar con relativa claridad el método.
El investigador en una primera etapa de su formación se rige por la metodología vigente para contribuir a su propia solidez. Pero cuando siente en sus hombros un cosquilleo de plumones, cuando sus alas quieren crecer, el estudioso innovador huye de los métodos canónicos, pero a través de ellos. Inventa categorías propias, deconstruye las establecidas. Busca grietas y fallas, introduce arte aunque se trate de ciencia. Utiliza los métodos como las herramientas de una caja o inventan nuevos. Soporta la pirotecnia de las velocidades y los movimientos de nuestro pensamiento y de lo que estamos estudiando, presiente lo impredecible. Produce un ritornelo de segundo tipo, un ritornelo cósmico.
Investigar así es como dar saltos sin saltar, como ser nómade desde una aparente inmovilidad. Esto es un secreto a voces entre los investigadores cuánticos, los físicos teóricos, los microbiólogos, los meteorólogos, los filósofos de la vida, los científicos no sustancialistas, los artistas. Los nómades, esos que dan saltos incluso sin moverse del lugar pues existen muchas maneras de saltar.

La ilusión del simplismo - Martín Lousteau

La ilusión del simplismo



martes, 20 de agosto de 2013

La marihuana deteriora la capacidad cerebral

Un artículo interesante para desmitificar ciertos mitos en relación a la marihuana.



Confirman que la marihuana deteriora la capacidad cerebral

Uno de los estudios más amplios sobre los efectos en la salud del uso persistente de cannabis revela que deteroria el coeficiente intelectual y que afecta la memoria y otras funciones mentales. Los daños, aseguran los científicos, son irreversibles.  
 

Se ha instalado y crecido al amparo de discursos que la aseguran inocua. Se dice, de la marihuana, que no genera adicción, que es menos tóxica que el tabaco y que hasta puede resultar beneficiosa en algunas circunstancias. Tres "mitos" que gozan de una controvertida aceptación social y que la ciencia médica refuta a rajatabla. "Nada más alejado de la realidad", enfatizaron desde la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar) al difundir que uno de cada cuatro pacientes en tratamiento en centros dependientes del organismo esteban siendo rehabilitados por adicción a la marihuana. Pues bien: una flamante investigación, realizada en Nueva Zelanda, asegura que su uso persistente, sobre todo en adolescentes, deteriora significativamente y de forma irreversible las funciones cerebrales.
La investigación es una de las más amplias que se han llevado a cabo sobre los efectos de la marihuana en el cerebro. Los científicos siguieron durante más de 20 años a un grupo de 1.000 jóvenes y encontraron que los que habían comenzado a usar marihuana antes de cumplir los 18 años -cuando su cerebro estaba aún desarrollándose- mostraban una reducción "significativa" en su coeficiente intelectual.
Un equipo de investigadores, dirigido por la profesora Madeline Meier de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, Estados Unidos, analizó el impacto del uso de marihuana en varias funciones neuropsicológicas de 1.037 individuos nacidos entre 1972 y 1973. Los científicos siguieron a los participantes hasta que cumplieron 38 años, realiándoles entrevistas y estudios periódicos. Tomaron en cuenta factores como dependencia de alcohol y/o al tabaco, uso de otras drogas y nivel de educación.
Al evaluar todos los casos, encontraron que los participantes que habían usado persistentemente marihuana mostraban un "amplio deterioro" en varias áreas neuropsicológicas, como funcionamiento cognitivo, la atención y la memoria. Quienes habían usado la droga al menos cuatro veces a la semana, año tras año, durante su adolescencia, sus 20 años y, en algunos casos, sus 30 años, mostraron una reducción en su coeficiente intelectual. La relación, concluyel el estudio, es inapelable: cuanto más fumaba el individuo, mayor la pérdida en el CI.
Uno de los puntos mas importantes del estudio fue demostrar que el daño era irreversible. Al dejar de usarla o reducir su uso no lograron restaurar completamente su pérdida de CI. Es decir, los efectos neurotóxicos son clarísimos y el daño es permanente.
El estudio fue publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS). Robin Murray, profesor de psiquiatría del King's College de Londres, explicó que el estudio es "una investigación extraordinaria. Es probablemente el grupo de individuos que ha sido más intensamente estudiado en el mundo y, por lo tanto, los datos son muy buenos. Hay muchos informes anecdóticos de que los usuarios de marihuana tienden a ser menos exitosos en sus logros educativos, matrimonios y ocupaciones. Este estudio ofrece una explicación de por qué puede ocurrir".

Fuertemente adictiva
Según datos del Registro Continuo de Pacientes en Tratamiento de SEDRONAR, en 2005 la marihuana motivó el tratamiento del 25% de los 2.369 pacientes que estaban siendo rehabilitados en 53 centros de todo el país. "Este alto porcentaje desmiente los discursos habituales sobre la marihuana, que insisten en instalarla como una droga que no genera mayores daños sobre la salud. Es mucha la gente que no puede dejarla ni manejarla y que está padeciendo las consecuencias de su consumo", destacó Diego Alvarez, que estaba al frente del Observatorio de Drogas del organismo en ese momento.
"Es un mito que la marihuana no tiene toxicidad. Es una droga con sustancias psicoactivas muy potentes, que impactan sobre el sistema nervioso central y el aparato cardiovascular", agregó la toxicóloga Norma Vallejo. "El uso crónico genera pérdida de interés y del deseo, fatiga, alteraciones de humor, disminución de la capacidad de concentración y depresión del sistema inmunológico. Además, afecta la fertilidad y aumenta las probabilidades de sufrir cáncer, enfermedades pulmonares y psicosis", subrayó. "Muchos aseguran que el porro es menos dañino que el tabaco, y no es así. Su toxicidad es mayor porque se fuma distinto: se retiene más en las vías respiratorias y, en el proceso de fumado, desprende más monóxido de carbono que un cigarrillo".
Los daños que puede generar la marihuana son múltiples y difieren mucho según la persona: como dicen en la jerga, "a cada uno le pega distinto". Pero hay algo que afecta a todos los consumidores por igual: la adicción. "La marihuana genera dependencia física y, sobre todo, psicológica. Como otras drogas, excita y provoca un aparente estado de bienestar porque actúa sobre el sistema de recompensa del cerebro. El mismo, al ser estimulado, pide más", destacó la especialista.
En el caso de la marihuana la adicción no está asociada necesariamente a la frecuencia de consumo. Tiene que ver con las particularidades de cada persona. Para evaluar si hay dependencia se observa si el consumidor desarrolló tolerancia (si el organismo se habituó y debe fumar más para lograr el mismo efecto), si su cotidianidad sufrió cambios (rutinas, hábitos, manejo del tiempo) y si hay manifestaciones que indiquen síndrome de abstinencia: "Si no puede dejar de fumar, si se pone irritable, transpira frío o no puede socializarse ni disfrutar cuando no fuma", explican los expertos.

Los efectos menos conocidos del cannabis
Según diversos estudios de sociedades científicas de gran prestigio internacional, el uso persistente de marihuana provoca pérdida de memoria, reduce el rendimiento y altera las capacidades cognitivas. Puede producir depresión, ansiedad, psicosis y, en el peor de los casos, esquizofrenia
Los poderes psicotrópicos del cannabis son conocidos por el ser humano desde hace miles de años. Sus 'propiedades embriagadoras', como decía Herodoto en el siglo V, se deben fundamentalmente al delta-9-tetrahidrocanabinol (THC), el cannabinoide responsable de sus efectos en el cerebro. Cuando se inhala esta sustancia, el THC llega rápidamente al cerebro a través de la sangre. Sus efectos se sienten a los pocos minutos y pueden durar hasta dos o tres horas. 
Una de las consecuencias menos conocidas tienen que ver con los trastornos psiquiátricos. El consumo de porros multiplica por dos las probabilidades de sufrir brotes psicóticos (con más riesgo a mayor dosis). Varios estudios coinciden en que la marihuana podría actuar como desencadenante de estos ataques en personas con una cierta predisposición genética. El riesgo se acentúa cuando el consumo se inicia antes de los 15 años.
A su vez, un informe elaborado por expertos de la Oficina de Control de Drogas de la Casa Blanca (EEUU), advierte de que los adolescentes que fuman marihuana tienen hasta un 40% más de riesgo de sufrir depresión, ansiedad, psicosis (alucinaciones) o algún tipo de enfermedad mental; especialmente en el caso de las chicas. Y aunque no se ha demostrado de una manera estadísticamente significativa que pueda causar esquizofrenia, sí parece que empeora sus síntomas y agrava los ataques.
No es lo mismo usar una droga que ser adicto a ella. Muchos consumidores no se convierten en adictos. Pero vale medir y conocer las consecuencias. Según datos del 2007, en nuestro país más del 6 por ciento de la población consume habitualmente marihuana, una cifra que convierte a la Argentina en el país de mayor consumo de América latina. 

Link: 
http://www.entremujeres.com/vida-sana/salud/Confirman-marihuana-deteriora-capacidad-cerebral_0_973102755.html

El peligro de la demagogia - Por Beatriz Sarlo

Publicado hoy en el diario La Nación. Un artículo con la lucidez de Sarlo.



El peligro de la demagogia

Massa estuvo en condiciones de elegir un camino relativamente autónomo, por sus propios méritos, por la expectativa que creó su equipo de imagen y por la desesperación de conocidos dirigentes que temieron quedar guachos, ya que no podían ni querían volver reculando a las tiendas kirchneristas. No ha mostrado entre sus enseres de campaña armas agresivas (no cuentan los insultos proferidos por la señora Malena Galmarini de Massa en los pasillos de un canal, porque después se disculpó por televisión). Su estilo es completamente no cristinista. Se limita a embolsar intendentes y políticos que fueron oficialistas hasta ayer o que, hasta ayer, andaban de casa en casa. Ahora lo esperan trabajos más difíciles, pero que requieren viveza y conocimiento del paño, no grandes concepciones.
Massa tiene una mirada fija y dura mientras pronuncia palabras sencillas. La cara partida en dos: frente lisa y ojos sin expresión, arriba; boca laxa, siempre dispuesta a la sonrisa, abajo. Como si lo hubiera modelado un retratista psicólogo, Massa muestra dos rostros. La cara que pondrá frente a Mario Ishii, ex intendente kirchnerista de José C. Paz, cuando un día de éstos toque a su puerta, debe parecerse más a la seriedad de Duhalde que a la afabilidad de un protector de las familias. Usará sus ojos o su boca, según corresponda. No se llega tan rápido si no se tiene esa habilidad.
El político que ha ganado una elección primaria al kirchnerismo debe esconder mucho más de lo que muestra. No en vano lo siguen Alberto Fernández, jefe de Gabinete de 2003 a 2009, y Felipe Solá, veterano de todas las guerras justicialistas, que aprenderá a moderar el tono irónico (parece que se lo comunicaron en plena campaña). Ambos confían en que el armado político, que a ellos les falló, se lo construya Massa. No hay que llamar a esto necesariamente oportunismo, sino criterio realista.
Verbitsky juzga que Massa encarna el duhaldismo residual. No hay que olvidar que, antes, Kirchner fue el heredero de ese duhaldismo sin Duhalde, que después se transfirió a su esposa. Con Massa (para usar las metáforas que últimamente selecciona la Presidenta) se abrió el libro de pases. Lindo ejemplo el del veloz De Mendiguren, un dirigente empresario que aplaudió a la Presidenta y, antes, a Duhalde. Lo acompaña Lavagna, el ministro que le dio a Kirchner varias soluciones a los embrollos de la deuda, un hombre a quien no le tiembla el pulso para anotarse bien alto en cualquier tabla de posiciones. Y una corte de empresarios y banqueros, hasta ayer frecuentadores asiduos de las inauguraciones, teleconferencias y actos presidenciales. El friso de los poderes fácticos.
O sea que Massa es un peronista pura cepa, no por sus ideas (que, hasta que los técnicos no vayan entregándole sus papers , son tan generales como una lista de buenos deseos), sino por la forma de juntar apoyos y, sobre todo, olvidar los currículums de quienes se le acercan. Éstos, a su vez, olvidan la parte incómoda de su pasado reciente, cuando, como el mismo Massa o el entusiasta Cariglino, trotaban detrás de Kirchner en la campaña de 2009.
Una prueba adicional, si fuera necesaria, de que el peronismo puede reorganizarse bajo las consignas más diversas. Massa no habla sólo para esta elección, sino que además se presenta como un hombre capaz de poner en orden el reino peronista por venir: el nuevo príncipe, cuyos electores (además de los ciudadanos) son antes y principalmente los intendentes y los empresarios. El paso dado por Eduardo Amadeo y Lavagna (que son más cuidadosos con su imagen que las líneas de técnicos ya fichados) sugiere buenas oportunidades de progreso en ese portaaviones. Hay pista de aterrizaje para todos los colores: radicales, macristas, incluso alguno que llegó a la política con Carrió. "No pregunto de ande salen, sino que vayan viniendo", podría cantar Massa, inspirado en un par de versos del Martín Fierro .
Para organizar el pan-peronismo no hay que hablar claro, sino que es necesario hacer gestos verbales. El primero de Massa fue una cinta de lugares comunes, encabezados por el mantra "la seguridad". A la gente que le duele la cabeza le asegura: "Por supuesto, a usted la cabeza le duele un montón; déjeme que lo mire con esta camarita y que les demos perpetua a algunos delitos". Quiero creer que Massa sabe que ésta no es una solución para el dolor de cabeza. Pero el demagogo no diagnostica. Repite la palabra que escucha. Palabra gemela a la del votante que, a diferencia del político, no tiene la responsabilidad de diagnosticar aquello que le duele.
El demagogo clásico es mimético. Le dice a su audiencia lo que ella quiere escuchar: "El mayor problema de la provincia de Buenos Aires es la inseguridad" (textual a Joaquín Morales Solá). Si dijera el mayor problema de la provincia de Buenos Aires es la indigencia, el hacinamiento, el desempleo juvenil, el narcotráfico y las policías corruptas, estaría definiendo un diagnóstico. Si machaca "la inseguridad" como un conjuro, sus audiencias escuchan exactamente lo que ellas dicen todos los días. Se ajusta a las encuestas.
En esas fórmulas sucintas Massa es igual a Scioli. Ambos tienen un discurso que no está organizado por argumentos, sino por repeticiones y cadenas de temas. Dicen cosas con las que no se puede estar ni a favor ni en contra. Hay que ser muy desalmado o muy cínico para anunciar que se gobernará sin escuchar a la gente y sin atender a sus necesidades. Hay que ser muy indiferente al "cariño" para dejar un momento de reproducir el sentido común y eludir el peligro de la demagogia. Massa quiere triunfar y, a falta de otra cosa, tiene que demostrar incansablemente que entre su pensamiento y el de "la gente" no hay ninguna incómoda diferencia. La demagogia es una de las formas retóricas del populismo.