miércoles, 29 de mayo de 2013

La decadencia argentina - Por Luis Alberto Romero

Publicado hoy en el diario La Nación. Excelente artículo. Claro, sencillo y contundente en el análisis.


La decadencia argentina

Opinión
Por   | Para LA NACION

¿Qué lugar ocupa el kirchnerismo en la historia argentina? En muchas cosas, parece una repetición del peronismo de 1946, pero la similitud es sólo superficial. Más allá del código genético común, el país ha cambiado mucho. El de entonces era vital y conflictivo. El de hoy es exangüe, sumiso y explotado. La brecha que los separa se encuentra en la década del 70, en su turbulento comienzo y en su terrible final. Desde entonces, la Argentina se desangra en una larga crisis, y el kirchnerismo se ubica en su tramo más reciente.
Hasta los años 70, la Argentina supo tener un Estado potente, capaz de ejecutar y sostener proyectos como el de la enseñanza pública. Tuvo una sociedad móvil, integrada y democrática, y una economía medianamente eficiente, capaz de dar empleo y razonables posibilidades de mejorar a casi todos. También fue una sociedad áspera y conflictiva, especialmente en los momentos de rápida democratización, como en 1945. Tuvo además corporaciones organizadas, que asediaron de manera creciente al Estado. Cada una obtuvo sus franquicias y privilegios, y todas juntas lo colonizaron y debilitaron. En ese punto se articula el inicio de la larga crisis argentina. Al comienzo de los años 70, el Estado fue desbordado por una sociedad movilizada y militante. Perón fracasó en su último intento de contenerla -el Pacto Social-, y los militares ofrecieron su receta para cortar de cuajo la crisis, con una aquiescencia lamentablemente grande. El terrorismo estatal clandestino se dirigió contra las organizaciones armadas, pero, sobre todo, contra los voceros de una sociedad politizada y demandante.
También fue emblemática del régimen militar la consigna del ministro José Alfredo Martínez de Hoz: "Achicar el Estado es agrandar la nación". Podría entenderse que se trataba de reducir el crecimiento parasitario generado por los gobiernos populistas anteriores. No fue eso, sino algo mucho peor.
Desde los años 70, la Argentina recorre un camino decadente. No fue lineal: en su decurso hubo rupturas catastróficas, como en 1989 o 2001, e inicios esperanzadores, con la democracia de 1983 o con la prosperidad en este siglo. En esta historia compleja y quebrada, hay un "hilo rojo" que marca la continuidad: la decadencia del Estado. Desde 1976 y hasta hoy mismo, su erosión y destrucción ha sido sostenida y sistemática. Cada gobierno usó argumentos diferentes y contradictorios, pero tras las diferencias es posible seguir el rastro de un largo y sistemático desmonte del aparato estatal, su legalidad y su legitimidad. Cada uno a su manera destruyó agencias estatales y paralizó organismos de control. La "emergencia permanente", fruto de las crisis de 1989 y 2001, corroyó las rutinas burocráticas y dio patente a la arbitrariedad. La inflación y la penuria fiscal, impulsadas por el fuerte endeudamiento externo, se resolvieron a costa de los grandes servicios estatales, como la educación y la salud.
Sobre todo, el Estado se hizo mucho más permeable a la acción de los saqueadores y depredadores. Antes de 1976, las grandes corporaciones -empresariales, sindicales, militares- operaban de manera más institucional. Desde los setenta, el expolio estatal se concentró en grupos más pequeños, casi personales, no sólo tolerados, sino promovidos por los gobernantes: la "patria financiera", la "contratista", la "privatizadora" fueron sus nombres populares. Ellos sorbieron recursos del Estado y de la sociedad toda.
Esa succión de recursos es una de las razones del empobrecimiento y la polarización social. Pero lo más importante fue el giro, iniciado en 1976 y completado en los noventa, de una economía cerrada -posiblemente ya agotada- a una economía abierta. Fue un giro brusco, imprevisto y sin redes de contención. Inicialmente se conocieron sus fuertes efectos devastadores, como la desocupación, antes de que aparecieran algunas alternativas nuevas. Hoy un tercio de los argentinos es pobre, y conforma un mundo de la pobreza estable y denso, desconocido antes de los setenta. La antigua sociedad continua y móvil se convirtió en otra, segmentada y escindida.
Hubo dos momentos en que se vislumbró un cambio de rumbo, una reversión de la decadencia. El primero fue político: la construcción democrática de 1983. Una gran mayoría emprendió entonces con gran optimismo el camino de la democracia republicana, el Estado de Derecho, el pluralismo y los derechos humanos. Treinta años después, quienes permanecen en la lucha están librando un combate de retaguardia, para salvar lo mínimo de esa idea. Aquella democracia fue reemplazada por otra, autoritaria, antirrepublicana, y desdeñosa de la ley y del pluralismo. Una democracia de jefatura y de mayoría, que ha encontrado una manera de aprovechar los frutos más amargos de la Argentina en crisis. La presidencia utiliza los recursos de un Estado desarmado y sin controles para construirse una sólida base de poder. También se aprovecha del mundo de la pobreza, para hacerlo producir los sufragios necesarios. Poco queda de la democracia de 1983. Apenas un Poder Judicial de solidez dudosa y unos partidos políticos que no logran afirmarse en una sociedad en la que cada vez hay menos ciudadanos.
Luego de 2001 hubo un segundo momento de esperanza. Después de tres décadas signadas por el endeudamiento y la penuria financiera, el boom de las exportaciones trajo una sorpresiva abundancia en el mercado y en el fisco. Una gestión eficaz -la de Roberto Lavagna- supo salir de la crisis, renegociar la deuda externa y dejar consolidados los dos superávits básicos de la economía: el fiscal y el de la balanza de pagos. La Argentina parecía poder salir del largo ahogo económico y comenzar a reconstruir lo destruido.
Aquí llegaron Néstor Kirchner y su esposa, para volver a hundir al país en la normalidad de la larga crisis. Bajo su conducción, la democracia extremó el camino decisionista iniciado por Menem. Se le agregó un componente unanimista y excluyente, de raigambre peronista y consignas de los setenta. El decisionismo se tradujo en políticas coyunturales, arbitrarias y cambiantes. Muchos empresarios lograron grandes beneficios a corto plazo, pero hubo poca inversión y mucha huida de capitales. El regalo de la soja apenas se tradujo en una reactivación interna de escaso sustento.
Hoy sabemos que ese estilo de decisiones era parte de un grosero proyecto de acumulación de recursos en manos del reducido grupo gobernante. Surgió una nueva "patria", la "kirchnerista", o quizá la "patria Santa Cruz", en la que se testeó el modelo, integrada apenas por dos personas y una docena de socios. En sus propios dichos, acumular dinero y acumular poder eran dos caras de lo mismo.
Los grandes rasgos de la Argentina de la larga crisis confluyen en este modelo de gobierno. Un Estado desarticulado en su estructura legal e instrumental, que ha sido copado por un grupo político. Un uso de las herramientas del Estado para hacer negocios particulares, que unen el dolo con la destrucción sistemática de todo aquello alcanzado por su larga mano, como es el caso del transporte público. Un estilo de gobierno de base democrática, pero radicalmente antirrepublicano, cuyo horizonte es la dictadura personal. Finalmente, un mundo de la pobreza que ha recibido migajas del festín, y sobre el que se ha instalado un aparato político sólido e íntimo, que llega hasta sus últimos intersticios.
El kirchnerismo expresa hoy la fase superior de la larga crisis argentina. Es tan duro y resistente como la crisis misma. No será fácil revertir todo esto, pero hay una posibilidad. La Argentina es manejada por un grupo poderoso y débil a la vez, pues su fuerza, ciertamente fundada en los votos, reside en el control férreo del poder político por una sola mano. Su primera línea de defensa es a la vez la última. Cambiar el rumbo de la larga crisis argentina es una tarea prolongada y compleja. Pero constituir en 2015 un gobierno que inicie ese camino está en el orden de lo posible.

Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1586369-la-decadencia-argentina

viernes, 24 de mayo de 2013

Elogio de la dificultad - Tomas Abraham

Dejo la entrevista que hoy publicó Clarin en su sección de educación. Para mí es brillante.

Elogio de la dificultad

Por Alfredo Dillon

El valor del esfuerzo, la importancia de que el docente sea un investigador y la decadencia cultural de la clase media son algunos de los temas que recorre el filósofo argentino Tomás Abraham en este diálogo con Clarín Educación.



Suele decirse que Tomás Abraham es un filósofo provocador. Su mayor provocación, probablemente, sea que se anima a pensar con libertad, y no teme pagar por eso el precio de quedarse solo. Responsable de haber introducido el pensamiento de Michel Foucault en nuestro país, director del Colegio Argentino de Filosofía y autor de numerosos libros (el último, El no y las sombras, fue publicado este año por Eudeba), Abraham es, además de filósofo, docente. Desde hace casi 30 años enseña Filosofía en el Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires, además de dar clases en varias universidades argentinas y extranjeras. En esta entrevista con Clarín Educación, luego de dar una charla en el ciclo Ser Director de la Universidad Di Tella, Abraham reivindica el valor del esfuerzo, asegura que estudiar es un oficio y que el argumento de la “inclusión” no debería encubrir lo que él llama “la mediocridad cultural de la clase media”.

–¿Por qué prefiere hablar de “estudio” antes que de “educación”?
–Me parece que cuando se habla de educación, se simula. Todo el mundo habla de educación: dirigentes empresariales, fundaciones, periodistas... Es como hablar de ética: todo el mundo habla de ética, y todos están a favor. A mí me gusta hablar de enseñar, es decir, de lo que pasa entre maestros y alumnos. ¿Qué es enseñar, aprender, estudiar? Eso es lo interesante y es un tema del que nadie habla. Hay una indiferencia social y cultural hacia el profesor de biología. No hacia el que contiene al chico, a la educación sexual, al arte de vivir, al gabinete psicopedagógico, a los derechos humanos. Para eso hacen cola. Pero el profesor de biología está solo. El tipo al que le gusta enseñar, que lo siente, que le importa, no tiene director de colegio, ni periodismo, ni los elementos ni los recursos para desarrollar sus ganas. Lo mismo el alumno: da lo mismo si se copó o no se copó con la materia. No hay cosa más frustrante que un tipo que tiene ganas y no le dan lugar para sus ganas.

–¿O sea que el gran problema educativo sería la falta de estímulos para esforzarse?
–Todo el tiempo los ojos están puestos en el necesitado, el que no puede, el que “no lo dejaron”. Y ese sector de la sociedad al que todos apuntan no tiene un problema educativo, tiene un problema vital: de hambre, de alimentación, de salud, de cuidado, de vivienda, de urbanización. El discurso de la inclusión es el discurso compasivo, cristiano, para apiadarse de los que menos tienen. Y ese es un sector de la sociedad que no tiene un problema educativo. ¿Qué pasa con los que comen 60 kilos de carne por año? El problema educativo es de la clase media. La misma clase media es indiferente al estudio y lo degrada. Se nota en el periodismo, en el lenguaje de la televisión, en lo que la gente lee. La clase media vive de las revistas y de chimentos de diarios, vive de lo que se llama “la política”, es decir, la farándula, que es más o menos lo mismo.

–Entonces, ¿el problema de la desigualdad debería quedar excluido del debate educativo?
–El tema es aprender, la mística del aprendizaje. Aprender es algo extraordinario. Lo saben los bebés, el bebé no da abasto del asombro. ¿Qué es aprender? Descubrir el mundo en el que uno vive. El mundo es muy grande y, mientras estamos en él, aprender es vital. Si no aprendés, te morís. Aprender biología, física, química, filosofía, cine, arte te va abriendo el panorama del mundo. Es viajar con la mente y el cuerpo. Eso pasa en una escuela: es lo que te da el profesor, que además está él mismo en pleno proceso de aprendizaje. Hablamos de educación, pero nunca hablamos del oficio, del trabajo de estudiar. Estudiar es trabajar, y trabajar implica esfuerzo, dificultad, frustración, goce. Y además te cambia. Uno no es el mismo: hay una especie de conversión.

–¿Cuál es el valor de la dificultad y de la frustración?
–Todo eso es desafío, es lucha. Esto no es Darwin, no estoy hablando de la supervivencia del más fuerte. Estoy hablando de que todo proceso de trabajo implica vencer un obstáculo, una dificultad. Esto ya lo decía John Dewey, el gran filósofo pedagogo norteamericano; lo decía Nietzsche. Es como hacer bien una nota: vos para eso tenés que laburar. No te “salió así”, es mentira, no existe el don. Incluso si tenés “el don”, lo tenés que trabajar muchísimo. Como Van Gogh: Van Gogh no estaba loco, era un artesano. Las cosas que valen son difíciles, en todos los órdenes de la vida.

–¿En esta capacidad para vencer los obstáculos se va construyendo la “autonomía” de la que hablan algunas pedagogías?
–Nadie se enseña a sí mismo, uno aprende de otros. Un libro es un maestro, los profesores son maestros. Un alumno tiene que hacer su propio camino: eso es un discípulo, alguien que hace su propio camino, que no lo podría haber hecho sin el maestro. El tema está en cómo te separás. El maestro se va a quedar solo, todo buen maestro se queda solo. El maestro que está todo el tiempo con las ovejas dentro del corral no es un maestro, es un tirano. Pero la autonomía siempre tiene que ver con una relación. Hay maestros que te guían hacia tu autonomía. Hay otros que no: les preocupa que no seas desobediente y no te apartes de la línea.

–¿Se puede definir al buen maestro como aquel que guía al alumno hacia su autonomía?
–Yo creo que un docente tiene que hacer una cosa básica, que es enseñar. Él sabe cosas que el alumno no sabe. Él enseña eso, no hay una paridad entre alumno y maestro. No, el maestro está arriba, porque en el aula se enseña y se aprende, y el alumno tiene que estar a disposición del aprendizaje. Y el profesor, enseñar. Como el buen profesor también es estudiante, lo que transmite es su propio proceso de aprendizaje, que es lo que mejor puede entender el alumno, porque va  a transmitir su búsqueda, la pasión de estudiar. Por parte del alumno, lo primero que tiene que hacer es obedecer, ser humilde, trabajar, aprender. Y el docente lo que enseña no es a “ser autonómo”, lo que enseña es bio-lo-gí-a. ¡Terminémosla con las grandes palabras morales y psicológicas!

–¿La docencia, entonces, es inseparable de la investigación?
–Un profe tiene una profesión extraordinaria. ¿Por qué quisiste ser profesor de filosofía? Porque te gusta. Y porque encontraste ahí un sentido que no podés darle a ninguna otra actividad. Poder hacer lo que te gusta es la felicidad. Y se supone que entre muchos profesores, algunos eligieron. A esos les hablo. Al que está porque está, que podría ser verdulero, profesor, comerciante, empleado... a ese le da lo mismo. Pero aquel que eligió, que no se olvide de por qué eligió. Eso es lo primero. No se trata de repetir lo que dijo ni Foucault ni Marx ni nadie. Para eso están los libros: leés los libros y ya está. Uno transmite una información pero pasada por el tamiz de sus pensamientos. Es decir, permanentemente en estado de pensamiento. Por eso hay que investigar.

–Si bien no hay recetas generales, ¿por dónde se puede empezar a mejorar la educación?
–Creo que lo importante es señalar la indiferencia general hacia el estudio. De lo que se trata es de trabajo, y el trabajo del profesor es enseñar y aprender. Y el del alumno es estudiar. Entonces tenemos que ser muy exigentes en eso, como los coreanos y los chinos, los nuevos dueños del mundo. Darle importancia al estudio es darles importancia a los estudiosos, reconocerles el mérito, estimularlos. Sin ninguna finalidad externa; ni para hacerse más rico, ni para ascenso social: todo eso es por añadidura. Simplemente porque es algo vital: la gente se enriquece si estudia y si aprende. Y si no, se embrutece. No hay término medio. La famosa “autonomía” tiene que ver con la posibilidad de elegir, y de tener recursos para poder decir que no. La gente tiene mucho miedo de decir que no, porque se queda sola. Rebelarse no es ocupar un colegio. Rebelarse es tomar otro camino, y eso  implica construir. Ocupar un colegio no es ningún laburo. Eso de que “tomás conciencia de tus derechos”… ¿y los deberes? El derecho se los da la Constitución: te pongo el aula, el colegio y el profe para que vos mañana le des algo a la sociedad. Y si no le das nada a la sociedad, estás en deuda.


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CICLO "SER DIRECTOR"

Tomás Abraham inauguró este año el ciclo Ser Director: Escenarios para la educación que viene, organizado por la Universidad Di Tella. Allí, una vez por mes los directores de colegios secundarios están invitados a encontrarse con intelectuales que abordan diversos temas de interés para la conducción de una escuela. La próxima conferencia será el martes 4 de junio, y estará a cargo de José Weinstein, especialista en liderazgo educativo y ex viceministro de Educación de Chile. El tema: “Los directores de escuela pueden hacer la diferencia”. La entrada es gratuita y requiere inscripción previa. Para más información, llamar al 5169-7232 o escribir a educacion@utdt.edu.

Fuente: http://www.clarin.com/educacion/Elogio-dificultad_0_922708089.html