martes, 8 de octubre de 2013
Campaña contra el Bullying Argentina
Excelente campaña. Hay que difundirla. Hay que tener respeto por la diferencia.
Un fanático de la moderación
Por Beatriz Sarlo | Para LA NACION
Binner no parece un político argentino. No es cuestión de apellido (porque este país tiene políticos con todos los gentilicios de la inmigración) ni de que sea rubio, alto, de ojos azules, no un galán sino un gringo de Rafaela. Diferente del típico político argentino porque no lo tocaron las tradiciones populistas del peronismo ni las tradiciones de elocuencia tribunera del radicalismo, que también sabe ser populista.
Tampoco tiene el estilo campechano, inteligente y zorro del fundador de su partido, Guillermo Estévez Boero, el único socialista con cualidades oratorias y gestos que lo revelaban sensible al populismo. Binner no es un buen orador espontáneo. Cauteloso hasta la parsimonia, cuida cada uno de sus dichos. Difícil que se deje arrastrar por el fervor de un acto de masas. En agosto de 2011, cerró la campaña del FAP en el Luna Park con un discurso tan contenido que parecía la intervención en un panel universitario. Si los periodistas buscan un título, no será de Binner de quien lo obtengan.
Es un nacionalista convencido. Se emociona con la celeste y blanca; se enorgullece de que en Santa Fe se haya cosido la bandera más larga del país, un récord patriótico; es un malvinero para quien las islas son un territorio nacional tan histórico como las provincias unidas por los "pactos preexistentes" de los que habla el Preámbulo de la Constitución. Es también un político de quien jamás se ha tenido una sospecha de corrupción; un reformista moderado que cree en la buena administración. Su ideal es una burocracia de Estado honesta, técnicamente hábil, laboriosa y transparente.
El pasado agosto ganó las PASO con el 47% de los votos. Fue dos veces intendente de Rosario y una vez gobernador de Santa Fe (donde no hay reelección). Construyó un frente con radicales, demócratas progresistas, ARI y otras fuerzas que se mantiene desde hace años. En 2007, ese frente realizó una hazaña, llevando como candidato al radical Mario Barletta: ganarle por primera vez al peronismo en la ciudad de Santa Fe. El día de aquellas elecciones, la provincia se movía con centenares de fiscales dispuestos a garantizar el resultado, jóvenes que viajaban de una ciudad a otra, terminales de ómnibus repletas. El Frente Progresista construido por Binner puede reclamar los laureles de esa victoria.
Cuentan que maneja con mano muy firme el Partido Socialista, del que es presidente; en Santa Fe, su liderazgo partidario es indiscutido y le va mal a quien se le ocurre cuestionarlo. En elecciones internas de su partido, Binner le hizo sentir la derrota a quien se le puso enfrente. Esto no es incompatible con el diálogo hacia afuera de los límites de la propia casa política. A diferencia de los peronistas y de los radicales, feligreses en iglesias donde abundan las herejías y se recibe a los réprobos y a los traicioneros como si hubieran pasado por las aguas del Jordán y salido de allí nuevitos, es difícil que los socialistas de Santa Fe reciban a quienes, en la provincia de Buenos Aires, se hicieron kirchneristas. Esto les pone límites a las tentaciones de aventuras personales y también alambra con cinco hilos los espacios partidarios.
Pese a su nacionalismo, Binner no es un político criollo. No puede serlo: desde fines del siglo XIX, los socialistas fueron los primeros en denunciar ese folklore del negocio, el fraude y el toma y daca. Sin embargo, algunos socialistas, como Alfredo Palacios o Estévez Boero, tuvieron estilos más folklóricos. Binner nada, ni un rastro. Ésta puede ser su mayor virtud, y también su mayor límite. Hay modos del guiño, la exageración, el trato confianzudo, la proximidad del cuerpo a cuerpo, de los que Binner carece y, además, no desea aprender.
Su prudencia es extrema. Nunca da la impresión de ser un hombre políticamente audaz ni arriesgado, sino la de alguien que se esmera por ser calmo, respetuoso, correcto y ecuánime. Construcción planificada y a largo plazo, sumar y sumar, evitar el peligro del salto, pero perder al mismo tiempo la vibración carismática de quien juega su destino, alguna vez, en una sola movida (Raúl Alfonsín, lejos de ser un aventurero, supo hacerlo, ganó y perdió). En esta campaña electoral, procuró no cruzar demasiadas veces los límites de su provincia; no ofreció su buena imagen, con mano abierta, para apoyar a Margarita Stolbizer y Ricardo Alfonsín, los candidatos del Frente Progresista en Buenos Aires. Administró su capital político. Binner quiere ser candidato a presidente de la Argentina. La generosidad política lo ayudaría sin ponerlo en demasiado riesgo.
No busca fascinar con destellos. Cumple un ceremonial que puede volverse solemne y aburrido. Nadie lo imagina en "Bailando por un voto" ni cualquier otro engendro de la teleingeniería audiovisual. Por eso solamente Binner, incluso cuando no es generoso con sus aliados, incluso cuando dice menos de lo que debería decir, sólo por eso es mejor que los símiles políticos construidos por asesores de medios y encuestadores. Prefiere hablar con técnicos y él mismo, médico sanitarista y anestesiólogo, es un técnico.
Quien busque emociones fuertes que ponga el rumbo hacia otra parte. Binner no busca apasionar, sino convencer. Por eso, la palabra "programa" es tan frecuente en sus intervenciones y dedicó todo el pasado verano a una construcción nacional, donde las reuniones con dirigentes y los documentos escritos fueron una prueba más de su modo poco espectacular de hacer política. Ignoro si los ciudadanos quedan fascinados con quien les asegura que tiene "programas". Pero al menos los santafecinos siguen votando a un hombre que ofreció "programas" cada vez que fue elegido. Hay un riesgo que no puede eliminarse: la moderación puede ser tan peligrosa como el desborde.
lunes, 7 de octubre de 2013
Palermo: un barrio que se convirtió en tierra de vándalos
Vecinos y comerciantes denuncian que de la mano de la actividad ilegal de los "trapitos" aumentó el delito en la zona
En un barrio que se caracteriza por el diseño, la moda y la gastronomía, ahora la tendencia son los robos y la violencia.Peleas entre "trapitos", asaltos, rotura de vidrieras, amenazas a vecinos, extorsiones a automovilistas, consumo de alcohol y drogas en la calle son la nueva "marca" de Palermo Viejo.
Según el Mapa Ciudadano del Delito, elaborado por la Red Palermo Seguro, desde enero de este año fueron denunciados 30 hechos delictivos en un radio de cinco cuadras, de los cuales la gran mayoría ocurrió en los últimos tres meses, y la mitad, sobre cuatro cuadras de la calle Gurruchaga, el epicentro del descontrol. Los hechos que, por su característica, "no son denunciables", pero que no dejan de ocurrir, como las extorsiones de los cuidacoches, se acumulan de a cientos por día.
En una recorrida, LA NACION advirtió la presencia de "trapitos" en estado de ebriedad y con el dominio casi total de la calle. La falta de luz, sobre todo en Cabrera, y la desmejorada situación del espacio público hacen el lugar aún más peligroso.
Un ritual delictivo parece ser la última moda entre los delincuentes de la zona : el "estreno". Cada vez que aparece un nuevo comercio, sufre un atraco dentro de los primeros 15 días. Eso ocurrió con la mueblería de Niceto Vega y Gurruchaga: abrió hace tres semanas y hace dos le rompieron la vidriera con un adoquín y sustrajeron un LCD y una computadora. Los vecinos señalaron a una chica "trapito" que suele parar en esa cuadra como autora del hecho. "A las 21 te cuidan el auto, a las 3 te roban", dijo a LA NACION la arquitecta Laura Pérez Arizmendi, dueña de Red Sur Design, que también fue víctima de los robos.
"Era obvio que te iban a estrenar, mamita", le dijo un "trapito" a Marcela Labarde tras haber sufrido el robo de su notebook y su cartera en el showroom de su marca Neghro, a poco de abrir en Gurruchaga 1524. "Antes estaba en El Salvador y Nicaragua. Si sabía que por unas pocas cuadras esto iba a ser así, no me iba", afirmó.
La bicicletería Bici Up, de Gurruchaga 1519, también sufrió su "acto inaugural" el 2 de agosto pasado. Según relató a LA NACION Marcelo, dueño del local, dos semanas después de la inauguración le forzaron la puerta de hierro y se llevaron siete valiosas bicicletas Vairo. En frente, en la boutique Basilotta, de Gurruchaga 1532, afirman que los "estrenan" cada vez que hay una vendedora nueva. La última "bienvenida" la padecieron el 10 de julio pasado.
"No es sólo el tema de los robos. Se agarran a cascotazos un sábado a la tarde y espantan a todo el público, te pintan grafitis insultándote si no les das dinero y les gritan de todo a las mujeres, incluso a las que pasan con chicos", se quejó Labarde.
Para la Policía Federal, la situación delictiva no escapa a la media de la ciudad. No obstante, reconocieron que, por día, detienen en promedio entre tres y cuatro personas por arrebatos, hurtos, robos y vandalismo en la zona. Sin embargo, inmediatamente reciben la orden judicial de liberarlos. "La bronca que tenemos al verlos de nuevo en la calle es el doble que la de los vecinos. Hace poco detuvimos cuatro veces en una semana a uno apodado «el Orejón» y las cuatro veces la Justicia lo dejó libre", confió a LA NACION un jefe policial federal.
Maximiliano Corach, presidente de la Junta Comunal 14 por Pro, dijo a LA NACION que si bien el tema de la inseguridad y de la actividad de los cuidacoches los "excede", igualmente "tratan de estar al tanto para ser un nexo entre los vecinos y las autoridades". Y adelantó que, para mejorar la seguridad en la zona con una mejor iluminación, planean instalar el sistema de luminarias LED, que ya se ve en otros puntos de la ciudad.
Los vecinos también sufren "aprietes" y represalias de algunos "trapitos" si se niegan a pagar por estacionar o si los denuncian. "Sé dónde vivís, te voy a romper la cabeza a vos y a tu marido", amenazó "el Gordo Rodrigo" -así lo identificó la policía- a Florencia, una vecina de Gurruchaga y Gorriti, luego de que ella se quejó por los tres días consecutivos de peleas que llevaban los "trapitos", el 22 de mayo pasado. La escena ocurrió delante de la policía.
"No se lo llevaron hasta que vino un patrullero con cámara para registrar el procedimiento", recordó la vecina. Al día siguiente, el fiscal del caso dictó una orden de alejamiento, que el "trapito" violó más tarde.
"Nosotros nunca habíamos tenido problemas. Incluso les dábamos comida. Pero ahora están fuera de control", se quejó Sergio De la Zerda, dueño del bar Baraka, situado en Gurruchaga y Cabrera, que hace un mes encontró dentro de su local a un "trapito" que se había herido al romper la vidriera para entrar.
Romper las vidrieras por simple vandalismo es otra "moda". La semana pasada lo sufrieron un local de ropa de diseño en Gorriti 4911 y el Coffee Store de Malabia y Gorriti. Y en Bowen debieron poner rejas luego de seis episodios de este tipo. En Thames y Costa Rica un restaurante cerró luego de sufrir tres ataques en el año.
Aunque todos los comercios trabajan bajo llave, los robos a mano armada se suceden igual. En Alma Jeans, en Gorriti 4902, Jesica ya no recuerda la cantidad de asaltos sufridos. "Las dos últimas veces fue la misma persona. La segunda, ingresó detrás de una clienta y luego se fue en taxi", contó la joven empleada.
LA INSEGURIDAD SE EXTIENDE A CALLES CERCANAS
Anteayer a la mañana, un redactor de LA NACION fue también víctima de la inseguridad en Palermo. Una banda integrada por nueve delincuentes lo golpeó para robarle sus pertenencias.
El cronista fue sorprendido a las siete de la mañana en el cruce de Godoy Cruz y Honduras por una banda de vándalos que, sin mediar palabras, lo rodeó y lo golpeó para consumar el robo. Luego de obtener un magro botín (un celular y algo de dinero) huyeron; el periodista sufrió excoriaciones leves.
Doce horas antes, a tan sólo cinco cuadras de distancia del lugar de aquel hecho, una tía del mismo redactor fue también víctima de la inseguridad. A las 19 del viernes fue asaltada por dos motochorros, que aprovecharon que se detuvo en un semáforo en rojo para romper la ventanilla de su auto y robarle la cartera.
miércoles, 28 de agosto de 2013
¿Quién escucha al intelectual? - Por Fernando Bruno
El debate
acerca del papel de los intelectuales en las sociedades contemporáneas, que por
algún tiempo permaneció algo adormecido, ha recobrado una enorme vitalidad en
los últimos años. El anunciado final de las grandes filosofías de la historia
moderna y los relatos iluministas de ordenamiento del mundo generaron
incertidumbres acerca del porvenir del intelectual. Sin embargo, su figura,
transformada por el paso de las décadas, se vuelve a mostrar hoy relevante y
necesaria para la comprensión de los acontecimientos sociopolíticos del nuevo
siglo. En este contexto, y rubricando ese renovado interés, se acaba de
publicar en nuestro país una edición revisada y ampliada del libro de Carlos
Altamirano Intelectuales (Editorial Siglo Veintiuno). Con motivo de esa
reedición, Ñ conversó con el autor en su estudio del barrio de Palermo.
En el
libro, usted plantea un vínculo fundacional entre el surgimiento de los
intelectuales y el de la modernidad. ¿Cuáles son las transformaciones que ha
experimentado la figura del intelectual, si tenemos en cuenta que gran parte de
los valores modernos han sufrido un enorme desgaste?
Bueno, hay
cambios y continuidades. Respecto de los cambios: durante mucho tiempo, la idea
de que la historia estaba asistida por un sentido de progreso y de que los
intelectuales debían embarcarse en ese cauce y ayudarlo constituyó una especie
de visión compartida. Esa visión fue sufriendo sucesivas desmentidas y algunos
filósofos –de Nietzsche a Heidegger, entre otros representantes “sombríos” de
la modernidad– establecieron un punto de vista crítico sobre ella. Hoy,
difícilmente un intelectual podría sostener que la historia asiste a un proceso
de progreso creciente o dialéctico. Esa fe está erosionada.
La otra
cuestión asociada a esto es que el ejercicio de cierto profetismo laico, por
así llamarlo, ha perdido margen de credibilidad. Hasta hace poco, se podía
escuchar que estábamos viviendo en una sociedad capitalista que luego sería
superada por una poscapitalista con tales o cuales características. Hoy es
difícil escuchar que alguien se exprese de ese modo. Se puede ser muy crítico
del presente, e incluso considerar que su funcionamiento es intolerable y que
puede haber una sociedad mejor, pero es difícil escuchar que alguien diga que
ese es el paso ineluctable de una marcha que arrastra al conjunto de la
sociedad. Hay muchas dificultades para elaborar una doctrina general que opere
como esquema conceptual para leer coherentemente el conjunto del mundo. La
historia parece más opaca, más oscura, imprevista; el elemento contingente
tiene en la actualidad un papel mucho mayor del que se le otorgaba en el
pasado. Y así también se erosiona el rol del intelectual como profeta. Pero
también hay continuidades. Por ejemplo, la idea de que el intelectual defiende
ciertos principios o valores relativos a la verdad y la justicia y que está
autorizado a hablar en función de un saber específico, o que es su
responsabilidad hacerlo. Ahí uno puede reconocer la permanencia del intelectual
en esa posición del espacio social; posición que por otra parte le es
solicitada, ya que muchas veces se los entrevista y se los interroga para que
hablen acerca de cómo marchan las cosas en el mundo, bajo el supuesto de que
pueden decir algo iluminador o didáctico. Esa dimensión docente vinculada a la
tradición del iluminismo del intelectual “totalizador” que puede hablar en
términos globales, aunque está muy erosionada, sobre todo entre los propios
intelectuales, en cierta medida permanece. Hoy los intelectuales defienden una
verdad, pero en la mayor parte de los casos reconocen que no es la única verdad
defendible.
De Emile
Zola a Edward Said, pasando por Jean-Paul Sartre, ¿la figura del intelectual
siempre estuvo vinculada a ese modelo de defensa de la “verdad” y al compromiso
político?
Con los
nombres que vos das, uno podría trazar una genealogía. Ese es un sector, una familia
de intelectuales, que no podría decir que se ha extinguido. Ahora bien, Michael
Walzer, por ejemplo, piensa que el intelectual no es alguien que ha salido de
la caverna y ha podido contemplar la luz de la verdad: el intelectual está,
para él, en la caverna. Y por lo tanto, la verdad de la que puede hablar es la
de su propio grupo, la de su comunidad. También se podría tomar el caso de
Foucault: es difícil que alguien que trabaja con la idea de un “régimen de
verdad”, o de “construcciones de la verdad”, se erija como el enunciador de una
verdad que los otros deben acatar. Entonces el paisaje hoy da lugar a una serie
de figuras y familias que no pueden reducirse a un único patrón. El modelo de
intelectual que surge ligado al advenimiento de la sociedad moderna y que tiene
su bautismo político con el caso Dreyfus en Francia a fines del siglo XIX
constituye hoy sólo uno de los cauces posibles: siempre aparece la palabra
“verdad”, pero varía lo que ella significa en cada caso.
¿Podría
describir brevemente dos de las perspectivas de interpretación que menciona en
el libro, la marxista y la sociológica?
Hay dos
cuestiones interesantes con respecto al marxismo: una, que el marxismo como
ideología fue un polo de atracción para muchos intelectuales en todo el mundo,
como hermenéutica de lo actual y del curso de la historia y como proyecto o
programa de futuro. Pero, notablemente, en el período clásico de Marx y Engels
no hay una particular atención hacia este mundo que para Marx era el de los
“ideólogos”, como si no tuviera el suficiente espesor social para entrar en su
esquema de análisis. No obstante, él libra muchos combates por la
interpretación del capitalismo y mantiene una relación con los intelectuales
populistas rusos. Pero es como si Marx sólo pudiera ver a través de esa
intelligentsia , pero no pudiera verla a ella: Marx no se puede representar a
sí mismo en esa visión. Entonces apenas se puede tomar una frase de La
ideología alemana , otra del Manifiesto comunista , algunas declaraciones
sueltas en las que parece esbozar un reconocimiento de la figura del
intelectual.
Sin
embargo, cuando se ingresa al siglo XX, el Partido Socialdemócrata alemán se ve
obligado a dar cuenta de la existencia de esa intelligentsia . Más aún, hay una
serie de tensiones al interior del partido entre los intelectuales, que
manejaban la prensa y la teoría, y el sector obrero. Esto no hizo sino
incrementarse a medida que las batallas que el socialismo tuvo que librar
requirieron el concurso de esta “gente de saber”. Con Gramsci esto obviamente
cambia: él pone la cuestión de los intelectuales en un lugar central, ya que le
asigna a la cultura y al combate cultural un lugar central. Sin desarmar el
tejido intelectual existente y generar un ejército propio de intelectuales
orgánicos, no es posible que la hegemonía del proletariado pueda crecer. Uno
puede preguntarse: ¿las perspectivas sociológicas eran ajenas al paradigma
marxista? En algunos casos, sí. Pero en otros, no. Karl Mannheim, por ejemplo,
representa la tentativa de perfeccionar y refinar el esquema marxista de lucha
de clases y mundo cultural introduciendo la referencia a la intelligentsia .
Pierre Bourdieu, crítico del economicismo marxista y de la relación directa
entre mundo ideológico y clases, presenta por su parte un modelo de análisis
extraído de la sociología weberiana de las religiones: no presta atención sólo
al mensaje sino a los que producen el mensaje. Hay entonces una zona de la
sociología que está más o menos emparentada con el marxismo, pero sin
participar de las ortodoxias partidarias, y otra sociología que se hace
completamente al margen del paradigma marxista; es el caso de Edward Shils, por
ejemplo. En cualquier caso, la pregunta de la sociología es “¿qué es lo que
hacen realmente los intelectuales en la vida social?”, que es muy diferente a
la pregunta normativa: “¿qué es lo que deben hacer?”. Curiosamente, Bourdieu,
en su último estadio, hace un llamado a los intelectuales para que se opongan
al poder económico, al poder del mercado, algo que veinte años antes hubiera
considerado un gesto “sartreano”. Invierte su capital simbólico en una lucha
anticapitalista.
¿De alguna
manera el gesto de Bourdieu representa la reciente rehabilitación del
intelectual comprometido?
En los años
90 uno podría haber suscripto a un diagnóstico que se estaba haciendo en el
mundo: la muerte de los intelectuales o, al menos, su eclipse. Mucho más
difícil sería sostener un juicio similar si se toma en cuenta la situación
latinoamericana de los últimos diez años. Ciertos fenómenos socio-políticos,
llamados genéricamente como “populistas” o de “centro-izquierda”, aunque esas
no sean las únicas designaciones que se emplean, han reactivado la vida
política en estos países. A mediados de los años 90, la idea de la política
como administración podía ser cuestionada, pero estaba en el aire: estaba el
mercado, el gran asignador de recursos, y la política era la que garantizaba un
buen funcionamiento de esa esfera. Incluso se trasladó parte del vocabulario
propio del mercado económico a otras esferas: se hablaba de “mercado político”,
de “mercado de ideas”. Hubo una especie de contaminación, por así decir,
derivada de ese lenguaje que tenía su esfera más propia en la economía. Todo
eso se ha trastornado en los últimos años e independientemente del juicio que
se tenga sobre estos procesos, el paisaje es enteramente otro. Asociado con
este proceso, reaparece en el espacio público la figura del intelectual. No es
que los intelectuales hubieran desaparecido, que se hubieran llamado a
silencio, pero por un tiempo parecieron circunscriptos a círculos pequeños.
Pero en los últimos años –y quiero decir no tanto del año 2003 para acá, sino
más bien del año 2008 en adelante– asistimos a una intensificación y una
amplificación de su intervención en el espacio público. Obviamente no estoy
haciendo ningún descubrimiento, pero creo que no es un hecho que pueda
circunscribirse al ámbito argentino sino que es mucho más extendido.
¿Hay un
nuevo modelo de intelectual entonces?
Yo creo que
hay una rehabilitación de un modelo de compromiso político ya conocido. Es
claro en el caso de la constelación de intelectuales que apoya al gobierno,
cuyo punto de reunión es la agrupación Carta Abierta. Uno no podría decir que
aparece allí algún rasgo que no hubiera sido ya visto, excepto en lo relativo a
la organización y al alistamiento de un sector tan amplio que, hasta donde sé,
es inédito en la historia argentina. La movilización en defensa del gobierno me
parece algo nuevo; ahora, en términos de patrones o pautas generales, el
intelectual como ideólogo es una figura conocida en la tradición política e
intelectual argentina.
También hay
un renovado interés en los fenómenos latinoamericanos por parte de pensadores
europeos que ocupan un rol importante en los debates públicos internacionales.
Muchas
veces nos visitan notorios intelectuales –franceses o italianos, por ejemplo– y
encuentran aquí cosas que no ven en sus países. Yo creo que uno puede registrar
una tradición bastante larga de europeos que van a las zonas calientes de la
historia porque en sus países por alguna razón la revolución no tiene lugar, se
retira o parece haberse eclipsado, y “hay algo que se mueve allá lejos”. Puede
ser China, como lo fue para André Malraux, o América Latina, como lo fue para
Régis Debray, bajo la idea de que la periferia es efectivamente donde se
verifican los grandes enfrentamientos. Cuando viene Toni Negri, por ejemplo, o
Jacques Rancière, ¿encuentran que acá esa revolución muestra su vitalidad? No
lo sé.
Para
terminar: la expansión de los nuevos medios de comunicación trastocó
completamente los modos de producción y circulación de los discursos...
Yo creo que
hoy no son los intelectuales los que producen opinión: son los comunicadores de
los media los que más gravitan en este terreno. Los medios audiovisuales
funcionan con un ritmo que presiona en el sentido de la simplificación. Y ahí yo
sí enunciaría una fórmula normativa: allí donde reina la simplificación, la
obligación del intelectual, independientemente de cuáles sean sus convicciones,
es introducir sentido de la complejidad, resistir la tendencia a la
simplificación y rehusarse al lenguaje de los estereotipos.
Cuando la política solo piensa en el poder - Por Ivana Costa
Un excelente artículo que publicó Ñ sobre "El príncipe", libro de Maquiavelo. Estas son las notas que cuando Ñ las publica les da un salto a nivel intelectual que la hace interesante a la revista.
La fortuna de una obra
Cuando la política sólo piensa en el poder
Condenado por su crudo relativismo moral, que aconseja mentir, robar y llegar al crimen si el ejercicio del poder lo requiere, algunos teóricos vieron en el pragmatismo radicalizado de la obra de Maquiavelo, un signo del Estado moderno. Aquí, una relectura crítica de ese texto que cambió la ciencia política y aún genera polémicas, las novedades que trajo el quinto centenario y dos opiniones expertas.
POR IVANA COSTA
Por una valiosa carta, sabemos que fue un día como hoy, hace quinientos años, que Nicolás Maquiavelo comenzó a redactar El príncipe. Despojado por los Médicis de su puesto en la cancillería de Florencia, exiliado –al cabo de padecer prisión y tortura, acusado de conspiración–, en la miseria, le cuenta en ella a su ex colega Francesco Vettori, enviado florentino ante el Papa, que acaba de terminar “un opúsculo, De principatibus , en el que profundizo todo lo que puedo en las reflexiones sobre este tema, discutiendo qué es el principado, cuántas especies hay, cómo se adquieren, cómo se conservan, por qué se los pierde”.
La carta está fechada el 10 de diciembre. Recién en marzo Maquiavelo había sido liberado de su cautiverio gracias a una amnistía decretada tras la elección de Giovanni de Médicis como Papa; había marchado al campo con su familia, y allí se había puesto a escribir una obra ambiciosa: los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. En un momento, sin embargo, decidió interrumpirla para confeccionar este otro librito mucho más condensado que, se supone, redactó en un breve lapso.
Los veintiséis capítulos de El príncipe llevan, de hecho, la impronta de una urgencia vertiginosa y de una esperanza manifiesta: Maquiavelo creía que si algún miembro de la poderosa familia de banqueros que gobernaba en el Palacio de la Señoría llegaba a leerlo no iba a dudar en contratarlo para trabajar nuevamente en la política de su patria.
En eso se equivocaba Maquiavelo. En primer lugar, porque ninguno de los amigos con los que había trabajado para el derrocado gobierno republicano iba a arriesgarse a acercarles a los nuevos Señores la voz de un proscripto. (Hay otra carta, en la que Maquiavelo se da cuenta de que Vettori en realidad no hará nada por mejorar su situación; y es de una tristeza incomparable). En segundo lugar, porque Maquiavelo sobreestimaba la capacidad de los Médicis para tomar decisiones exclusivamente sobre la base de las aptitudes intelectuales de su interlocutor: una cosa es elegir pintores, escultores y arquitectos para que embellezcan la ciudad, o poetas para que narren la gloria familiar, y otra muy distinta es ponerse a analizar sin prejuicios un tratado de política –por breve que sea– escrito, encima, por alguien que ni siquiera es un aliado. Dicen que cuando, tres años más tarde, “Lorenzino”, heredero de Cosme y de Lorenzo el Magnífico, al fin recibió El príncipecomo obsequio lo hizo rápidamente a un lado para detenerse en unos perros de caza que le había traído algún mercader ignoto.
Tuvieron que pasar otros cuatro años para que alguno de los Médicis se fijara en Maquiavelo; y esto, a instancias de sus nuevos amigos: los jóvenes aristócratas del círculo de la Academia Platónica de Florencia, que advirtieron pronto la fresca lucidez del antiguo canciller que regresaba del exilio. En 1520, Julio de Médicis, tío y sucesor de “Lorenzino”, y futuro Papa Clemente VII, le confió algunas tareas. Escribió entonces algunas obras muy significativas, piezas dramáticas de su propia cosecha y tratados históricos o políticos por encargo.
La fortuna de una obra
Pero Maquiavelo no quería ser un filósofo de la corte (como Galileo Galilei) ni un analista o funcionario de escritorio (como Francisco Guicciardini); quería actuar en política. Con los años, algo llegó a conseguir, aunque ya no se le delegaron tareas de primera línea, como las que había llevado a cabo durante la República, cuando negociaba personalmente con casi todos los mandatarios de los Estados italianos, con el rey de Francia Luis XII, con el emperador romano germánico Maximiliano, con el temible pontífice Julio II, y con un avasallante César Borgia, en plena campaña expansionista. En cuanto a El príncipe: permaneció inédito y, en vida de Maquiavelo, no trascendió más allá de sus allegados. Fue publicado en Roma y en Florencia, en 1532, cinco años después de la muerte de su autor.
El príncipe debe incluirse dentro del género de los “espejos de los príncipes”, que tuvo su origen en la Antigüedad y que fue muy popular en los siglos XIII y XIV. No eran solamente manuales de buena conducta, ya que planteaban cuestiones teóricas sobre doctrina y legitimidad. Pero mientras que los “espejos” de la tradición humanista se empeñaban por “adaptar un número cada vez mayor de reglas morales a la realidad” (la expresión es del historiador Riccardo Fubini), Maquiavelo enfocó la cuestión desde una perspectiva inusual: la del realismo. Su valiosa experiencia en la negociación diplomática con los “grandes hombres” de su tiempo le había dado una visión clara de las pasiones en juego. Y combinó ese conocimiento práctico con la “sabiduría” que le daba su persistente lectura de la historia antigua (leía con avidez a Jenofonte, Polibio, Cicerón, Tito Livio, Plutarco), de la cual obtenía un marco para tratar de entender los complejos fenómenos políticos del siglo XV.
Eso pudo haber oscurecido su natural talento de historiador (eso sostiene José Luis Romero, en un bello librito ya clásico) pero expandió su visión de analista. Con esa metodología, Maquiavelo recuperaba, además, una antigua tradición que había caído en desuso: la que nutre el pensamiento político no tanto de la metafísica como del análisis empírico e historiográfico.
La publicación póstuma iba a provocar no pocos malentendidos en la lectura de El príncipe: como se ha dicho, el cometido fundamental de Maquiavelo no era consagrarse con él en las aulas universitarias sino, en primer lugar, brindarle un salvoconducto hacia la función pública y, en segundo lugar, ofrecer un panorama de las herramientas a emplear frente al peligro de la disolución que acechaba a Florencia y a toda Italia. Maquiavelo no escribía ni aconsejaba a un príncipe totalmente inespecífico sino a alguno de los Médicis, o a alguno de sus socios: a quien fuera capaz de sacar a Italia de la situación en la que estaba, sometida por extranjeros: “sin jefe, sin orden, abatida, expoliada, lacerada, asolada”.
Francia, España y el imperio germánico, de hecho, ya habían hecho pie en la península y no se irían en muchos siglos. Maquiavelo, que llegó a vivir para sobrellevar la amargura del saqueo de Roma por las tropas de Carlos V y la humillante capitulación de Clemente VII, debe haber comprendido que las casi dos décadas transcurridas desde su escritura habían convertido ya a El príncipe en un obsequio muy diferente del que estaba destinado a ser. Dentro del círculo de lectores posibles –príncipes, consejeros, autoridades eclesiásticas–, el tratado tuvo, una vez publicado, una primera recepción muy negativa: el catolicismo dominante, conmocionado por el cisma luterano, lo consideró casi una herejía y pronto lo sumó al Index de libros prohibidos, con toda la obra del secretario canciller. En ámbito filosófico tuvo suerte más dispar: unos se sintieron obligados a abjurar de su crudo relativismo moral.
Una posición muy razonable, después de todo, ya que en El príncipe se afirma que con tal de obtener y conservar su principado, el gobernante puede –y debe– eliminar a los rivales y a sus herederos, aniquilar a los rebeldes, ser generoso con lo ajeno pero mezquino con lo propio, y desconocer los pactos contraídos si se vuelven desventajosos. Otros filósofos, en cambio, percibieron en ese pragmatismo radicalizado un signo de los tiempos.
No es que negaran el carácter circunstancial y hasta panfletario del texto (Maquiavelo habla de una Italia inexistente –en los siglos XV y XVI, era un conjunto de Estados enfrentados y dispersos–, como sustraída al tiempo y a la catástrofe que se avecina). No es que minimizaran el quebranto moral que el tratado deja traslucir sin ambigüedad. Pero comprendieron que esa escisión entre las dos esferas, la de la moral individual y la de la acción política, iba a ser una marca distintiva del todavía incipiente Estado moderno. Maquiavelo no usa nunca en sus obras la expresión “razón de Estado”, pero en El príncipe delinea con toda claridad el concepto, dotándolo, además, de un significado concreto y de una justificación teórica novedosa.
Elasticidad moral
Son muchos los temas en los que El príncipe resulta un texto innovador. Por ejemplo, su insistencia en que la primera y principal competencia del príncipe debe ser el uso político de la fuerza militar. Mientras fue secretario en la Cancillería, Maquiavelo destinó muchos esfuerzos a la creación de un ejército (que le dio a Florencia una serie de victorias en la Toscana), y en El príncipe fustiga duramente, y con razón, a los ejércitos mercenarios de los que se valían los gobernantes italianos.
Pero la principal apuesta filosófica del tratado se encuentra en el capítulo XV, que trata sobre las virtudes y vicios del gobernante, es decir: “De las cosas por las cuales los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o vituperados”. La humildad y la cautela que muestra Maquiavelo en las primeras líneas – “como sé que muchos han escrito sobre esto (…), dudo si no seré tomado por presuntuoso (…) por apartarme de los principios de los otros”– abren paso rápidamente al argumento con el que se demuele a la tradición. “Pero como mi intención es escribir una cosa útil a quien la comprenda, me pareció más conveniente ir directamente a la verdad efectiva de la cosa que a la representación imaginaria de ella”.
Este es el punto: la tradición es el universo de las representaciones fantasiosas e inexistentes (“muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca jamás se vieron ni se supo que hayan existido”). Su propio librito trae, en cambio, “la verdad efectiva de la cosa”. A diferencia de la fantasía proyectada, puramente especulativa, la verdad efectiva de la cosa es lo que efectivamente se produce ( efficere , en latín, significa “producir”, “dar como resultado”). Maquiavelo viene a decirle al mundo que en filosofía práctica algo es verdadero no cuando obedece a algún ideal teórico sino cuando tiene o ha tenido efecto; cuando efectivamente se dio, o puede darse.
“Puesto que hay tanta distancia entre cómo se vive y cómo se debería vivir –sigue–, quien deja de lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende más bien su ruina que su propia preservación”. De ahí que el príncipe tenga que “aprender a poder no ser bueno y usar esto o no según la necesidad”. Dicho esto, ajustadas las cuentas con esa fastidiosa unidad de ética y política propia del pasado (“dejando atrás las cosas que conciernen al príncipe imaginario, y discurriendo sobre las que son verdaderas…”), ya se está en condiciones de avanzar por la vía moralmente escindida de la Realpolitik .
Ahora bien: ¿cuál es la tradición a la que Maquiavelo se contrapone (esos “otros” de cuyos “principios” él se aparta)? Hasta la primera mitad del siglo XX parecía haber un consenso tácito sobre este punto: se estaba rechazando el mundo clásico, antiguo y medieval. Sin embargo la cuestión parece hoy más compleja, y más interesante.
La presencia de antiguos y medievales dentro del razonamiento de Maquiavelo es evidente: la elasticidad moral del gobernante es deudora, en buena medida, de una idea de Aristóteles, quien vincula a la praxis con “la idea de contingencia del mundo” (poniendo límites a todo intento por determinar principios éticos universales a priori). Y Maquiavelo sólo pudo haber conocido esta idea aristotélica a través del pensamiento político medieval. El destinatario de aquella diatriba contra una concepción imaginaria e irreal del príncipe parece ser, entonces, el pensamiento político humanista del siglo XIV: un movimiento en el cual, no obstante, Maquiavelo está inserto. Sobre esto insisten los valiosos estudios de John Pocock, Felix Gilbert y Quentin Skinner, entre otros.
El papel de villano
En 1924, en su monumental libro La idea de razón de Estado en la historia moderna , Friedrich Meinecke definió “la doctrina de Maquiavelo” como “un puñal que, clavado en el cuerpo político de la humanidad occidental, le arrancó gritos de dolor y de rebelión”. Su concepción netamente pagana, dice Meinecke, “hirió e hizo sangrar su sentimiento moral natural” cristiano. En las décadas que siguieron, toda una corriente de pensadores políticos ha querido desligar a Maquiavelo del papel de villano. O ha intentado ver a la humanidad no tan sangrante, ni necesariamente herida, por este apasionante librito.
En su arrebatado y genial ensayo Notas sobre Maquiavelo , sobre la política y sobre el estado moderno (de 1949), Antonio Gramsci abrió la puerta a una reivindicación libertaria de El príncipe, al tratar de distinguir entre su funcionalidad “para los grupos dirigentes conservadores” y “su carácter esencialmente revolucionario”, que aquellos pretenden “enmascarar”.
Desde mitad del siglo XX, la cantidad de lecturas eruditas sobre El príncipe se multiplicaron geométricamente. ¿Cómo podría un lector empezar a leerlo hoy sin perderse en un mar de interpretaciones cada vez más atomizadas?
La Meditación sobre Maquiavelo de Leo Strauss, que reúne una serie de conferencias dictadas en 1953 en la Universidad de Chicago, es una guía certera. Comienza de manera insuperable. “Si nos declaramos partidarios de la anticuada y simple opinión según la cual Maquiavelo fue un maestro del mal no escandalizaremos a nadie; nos expondremos meramente a un ridículo benévolo o, por lo menos, inofensivo”. Por supuesto, Strauss no comparte “los puntos de vista más rebuscados” de los nuevos especialistas, según los cuales Maquiavelo era, en realidad, “un patriota o un científico de la sociedad o las dos cosas”. Alguien que aconseja gobernar asesinando, mintiendo y robando (y Maquiavelo “es el primero que lo hace en nombre propio”) expone una doctrina malvada; sin duda. Strauss también reconoce que “aunque verdadero, el anticuado y simple veredicto no es exhaustivo”, y que esa falta de rigor dio pie a la confusión –a la mirada excesivamente autocomplaciente– de “los nuevos entendidos”.
Strauss discute el argumento de la “cientificidad”: no hay tal cosa sino “embotamiento moral”, puesto que, aunque se desligue de los principios éticos fundamentales (no matar, no mentir, etc.), El príncipe sigue siendo un tratado normativo, lleno de “juicios de valor”. En cuanto al “patriotismo”, en Maquiavelo es “egoísmo colectivo”: un tipo de “amor a lo propio”, tanto más peligroso y seductor –dice Strauss– en cuanto se lo reviste de “devoción por el propio país”. “Justificar los terribles consejos de Maquiavelo recurriendo a su patriotismo significa ver las virtudes de ese patriotismo mientras se permanece ciego a lo que está por encima del patriotismo; a lo que a la vez santifica y limita al patriotismo”.
En un ensayo publicado en los años 60 (pero escrito en los 40), el historiador Federico Chabod contribuyó a precisar la diferencia que existe, en Maquiavelo, entre el patriotismo y su sacralización. Buscando poner un límite a las proyecciones nacionalistas sobre la obra del antiguo secretario canciller, Chabod argumenta que la idea de patria como algo sagrado recién se consagra a fines del siglo XVIII, cuando la política se inviste de un “ pathos religioso”. Rastreando antecedentes de esa sacralización en los pensadores del siglo XIV, Chabod muestra que “Maquiavelo no puede siquiera imaginar el hecho de transferir al amor por el país las características que siempre se atribuían al amor por Dios y a la iglesia”.
Mientras que el autor de El príncipe se había esforzado por apartar a la política de la religión, “a partir del siglo XIX, la religión se transfiere al interior de la política”, dando pie a una “religión de la patria”, en la que los asuntos mundanos adquieren valor sagrado y “la lucha política, un carácter religioso e incluso fanático”.
Cuando se lee la obra de Maquiavelo sin esa suerte de prejuicio defensivo que oscurece lo más evidente, cuando se reconoce la superioridad de la “antigua y simple opinión” pero se advierte el carácter incompleto de ese juicio, entonces es posible encontrar en El príncipelúcidas observaciones sobre el pasado y el presente. Pero es preciso tomar distancia del facilismo de las proyecciones actuales, buscando en él la herencia clásica pre-moderna. Se trata de mirarlo, como dice Strauss, “de atrás hacia adelante, desde un punto de vista pre-moderno hacia un Maquiavelo completamente inesperado y sorprendente, que es nuevo y extraño; y no mirar hacia atrás desde nuestro tiempo, hacia un Maquiavelo que se ha convertido en algo antiguo y propio; en algo casi bueno”.
martes, 27 de agosto de 2013
viernes, 23 de agosto de 2013
El peronismo busca un nuevo jefe - Por Luis Alberto Romero
El peronismo busca un nuevo jefe
Tras la derrota electoral que sepultó el objetivo de la re-reelección, se presenta una oportunidad única de observar, desnuda y sin poesía, la estructura política del segundo peronismo
Comienzan tiempos interesantes, un poco riesgosos pero apasionantes. Frente a nuestros ojos, durante los próximos dos años se desplegará un espectáculo digno de L' a comedia humana , de Balzac: el establecimiento de una nueva jefatura en el peronismo.
Muchos se preguntan si el peronismo todavía existe. La cuestión es demasiado compleja para clausurarla con un simple "sí" o "no", pues, como la Santísima Trinidad, el peronismo encierra el misterio de ser uno y muchos a la vez. No existe un programa, una "idea" o siquiera un sentimiento. Tampoco hay una organización, sino muchas, que compiten y acuerdan. Lo que sin dudas existe es un espacio común, más cultural que político, donde propuestas y liderazgos comparten valores, lenguajes, eslóganes, guiños y sobreentendidos que eventualmente facilitan la articulación. Ese espacio común es el peronismo.
El primer sobreentendido común es que se trata de ganar y de conservar el poder, y que para eso se necesita un jefe con carisma y autoridad , que articule el conjunto y le asegure un plus a cada jefe subordinado, expresado en una foto compartida. A diferencia del PRI mexicano, el peronismo no adoptó la saludable práctica de la renovación sexenal automática del gran jefe, y no hay mecanismos previstos cuando se debe renovar. Momentos como el actual tienen la dimensión dramática de un documental de National Geographic, cuando por ejemplo una manada de leones consagra a un nuevo jefe.
El espectáculo ya comenzó. No por la derrota electoral del Gobierno -de la que eventualmente podría recuperarse-, sino por la evidencia de que no habrá reelección. Se abre la competencia, con varios aspirantes de posibilidades parejas, y comienza un reacomodamiento de las estructuras del peronismo. Podremos ver al desnudo su forma de posicionarse, en un momento en que la pasión no enturbia el cálculo.
El peronismo clásico nunca debió afrontar este problema. Apareció en 1983, cuando estaba en el llano, y se dirimió en 1988, en la competencia entre Menem y Cafiero, quizás el momento más democrático e institucional del movimiento. Pero a partir de la vuelta al poder en 1989, la puja se maneja desde allí. El peronismo hace política con los recursos del Estado, con los que se mantiene la estructura política y se reparten beneficios, que a la larga retornan como votos. Lo hacen desde el presidente hasta el último intendente. Es un peronismo donde la política y la administración del Estado son la misma cosa.
Entre el Estado y los votantes, los administradores conforman una estructura política compleja y diversa. No se limita a la "Liga de Gobernadores" o a los "Barones del conurbano", en diálogo con el presidente. Ésta es sólo la parte externa de un juego que llega hasta los niveles más bajos, donde sus integrantes mantienen un contacto con los votantes que pone en juego todos los sentidos: pues para operar hay que hablar, oír, ver, oler y tocar a la gente.
El término "barones" es sorprendentemente adecuado, pues remite a una organización muy similar: la del feudalismo clásico, cuya compleja pirámide se asentó en quienes podían controlar directa y personalmente a una porción tangible y audible de los campesinos. Sobre esa base se construyó una jerarquía de autoridades, que llegaba hasta el príncipe o el rey, basada en lealtades y reciprocidades, pero sostenidas por la conveniencia o el temor. Las lealtades eran variadas, cruzaban lo territorial, lo familiar y lo político, y dieron resultados crónicamente inestables. El poder feudal, como el del conurbano, debe construirse y reconstruirse permanentemente, controlando las deserciones o quitándole subordinados al otro, pues entonces y ahora "nada es para siempre".
Aplicado a un municipio, por debajo del intendente de la eterna reelección, hay un presidente del Concejo Deliberante, quien en algún momento aspirará a sustituirlo. Quizás una oportunidad -un cambio en el gobierno provincial o nacional- estimule a alguno de quienes están por debajo -concejales, ministros, directores generales- a desplazar sus lealtades y comenzar a construir una nueva jefatura. En cualquier caso, estos cambios requieren realineamientos en los segmentos inferiores de la estructura. Allí, quienes han iniciado su carrera autoproclamándose "conducción" evalúan si su futuro está en la lealtad o en la traición. Cada uno está convencido de llevar en su mochila el bastón de mariscal; es sabido que muchos de sus mariscales sacrificaron y "entregaron" a Napoleón.
Esta inestabilidad permanente en el poder del peronismo estatal -ajeno a cualquier regla del Estado o del partido- explica el papel decisivo del jefe. Sin jefatura no habría peronismo. Y no basta un "liderazgo" como el que satisfaría, por ejemplo, a los radicales. Debe ser un jefe con autoridad y eficacia. Debe ser capaz de conducir al conjunto a la victoria. Debe poder manejar en orden el reparto de los recursos, del botín, eso que los estadounidenses llaman spoils. Finalmente, tiene que ser capaz de mantener la disciplina del conjunto, la unidad, con el palo y la zanahoria. Tony Soprano es un ejemplo didáctico adecuado para quienes no estén familiarizados con las antiguas prácticas de los reyes visigodos o francos.
Lo original del momento actual está, precisamente, en el final a término de la actual cúpula del poder, que además lo ha centralizado al punto de hacer notable su vacío. Sin cúpula, comienza el proceso de disgregación de quienes hasta hoy juraron fidelidad al modelo. Los que no tienen otra alternativa quizá la mantendrán hasta el final. Quien tiene algo que cuidar o vislumbra que en la ocasión puede aumentarlo abandonará el viejo redil y entrará en el juego. En la gran competencia hay varios competidores naturales: por lo menos diez. Los electores serán los otros, jefes, oficiales o suboficiales que controlan algún fragmento de poder. Todos pesan, cada uno en su medida. Dependerá de cómo se orienten, con quién sigan, a quién abandonen. Para cada uno de ellos el momento también es crucial y su elección será decisiva para su futuro.
Éstos son los protagonistas y el libreto básico de este episodio de la comedia humana. Los primeros ejemplos son deliciosos: el del intendente Ishii, quien hace apenas dos años proponía una cruzada contra los traidores, o el del sindicalista taxista Viviani, que sobriamente asegura estar "con los que ganen". Tras estos episodios, hay una oportunidad única de observar, desnuda y sin poesía, la estructura política del segundo peronismo.
¿Qué lugar ocupan en este juego las "bases peronistas"? Hay un papel para ellos, no a título individual, sino a través de los diversos colectivos que organizan la vida social popular. Quienes están vinculados con las estructuras son sus jefes: referentes, líderes sociales, "porongas". Ellos harán pesar el humor de sus dirigidos e indicarán si la gente "acompaña" con entusiasmo o a regañadientes, y hasta harán saber que no pueden encauzarlos a todos. Esto forma parte de su propio posicionamiento. Se abre una competencia en este nivel más bajo, donde la invocación a Perón o Evita parece pesar poco, y la de Cristina menos aún. Dependerá en parte de los discursos y de los acentos: más seguridad, menos corrupción, más lucha contra las corporaciones. Pero sobre todo jugará la posibilidad de mantener lo logrado, de acrecentarlo o de perderlo.
De todo esto saldrá un nuevo liderazgo peronista. Quienes no lo son se preguntarán cómo los afectará el resultado. Una posibilidad es que se consagre un "peronista manso", como se decía de algunos caudillos rosistas: tolerantes con los opositores, con mejoras en las prácticas y menos abuso del discurso. Otra alternativa es que la lucha no se zanje y que con un peronismo dividido se abra la posibilidad de alianzas transversales. En cualquiera de los dos casos, lo importante será apreciar la importancia de una brecha que permita a una fuerza política no peronista tomar forma. Un espacio alternativo y competitivo, con proyecto, política y liderazgo. Algo que por ahora parece lejano.
Entre la filosofía y el arte - Por Esther Díaz
Entre la filosofía y el arte
El rigor técnico no implica renunciar a la investigación creativa a pesar de los obstáculos, afirma la ensayista Esther Díaz.
POR ESTHER DIAZ
Es de noche, voy atravesando un camino desconocido e inquietante, tengo miedo. De pronto surge de mi boca un canturreo. Una especie de ritornelo que me tranquiliza. Es como si con los pulsos de mi voz festoneara el caos circundante, como si restableciera cierta armonía en el mundo. La función del ritornelo , tal como la piensan Deleuze y Guattari, es trazar una delimitación de territorio que produzca tranquilidad ante la inmensidad indefinida de lo desconocido.
No sólo existen ritornelos sonoros. Hay gestuales, gráficos, sexuales y hasta investigativos (retroceso y retorno de problemas). Pensemos una relación entre investigación y ritornelos , no sin antes recordar que toda música implica ritornelos aunque no todo ritornelo es musical. Cuando se aborda un problema de investigación siempre está embarazado de caos. Una manera de asumirlo es intentar ritornelos indagativos. Consensuar regularidades, reiterar cuestionamientos, “desacelerar” el caos. El investigador tiene necesidad de un primer tipo de ritornelo, el territorial, en él coinciden elementos heterogéneos que establecen alianzas y brindan unidades de análisis.
Pero el investigador creador transforma el territorial y produce otro de segundo tipo, un ritornelo mundo despojado de códigos y cargado de innovación. Sigue fluyendo ahí el ritornelo primitivo, pero subsumido. Si esa investigación persevera alcanza una fuerza cósmica que se encontraba sin elaborar en el material originario, en el punto cero de la investigación. La producción fecunda irrumpe despojada de imperativos, de relaciones semiológicas entre las palabras y las cosas, o los sonidos y la fuente que los inspiró, o los conceptos y los entes. Copérnico formula la teoría heliocéntrica, Picasso crea el cubismo y Nietzsche resquebraja las columnas de la filosofía desobedeciendo pautas heredadas.
Si bien siempre es más fácil repetir lo establecido que afrontar lo diferente. Pero quien ama los desafíos huye de lo trillado y simple, va en pos de categorías nómades, modulables, autogeneradas o provenientes de críticas a la ciencia hegemónica, como las estructuras disipativas de Prigogine, los conceptos de ritornelo y rizoma de Deleuze y Guattari, la deconstrucción de Derrida o la arqueología genealógica de Foucault, entre otras perspectivas. Sin pretensión de universalidad porque si ésta existiera, ¿dónde está? El ánfora de la investigación innovadora se sostiene en tres soportes: rigor técnico, normatividad expresiva y libertad metodológica. Lo primero para el manejo de los instrumentos, lo segundo para la transmisión de los logros, lo tercero para la exploración y el proceso creativo.
El rigor técnico brinda la condición de posibilidad para la idoneidad profesional y está fuera de toda discusión, hay que ejercerlo. En segundo lugar, la normatividad apunta al armado de documentos e informes; parecería un simple requisito administrativo, pero representa un fuerte obstáculo para lograr metas académicas. Los estudiosos, si desean validarse como expertos, deben fundamentar sus realizaciones mediante escritos académicos. Actualmente lo requieren todas las disciplinas, se trate de ciencias, humanidades, tecnología o arte. Las estadísticas indican que no se trata de un impedimento menor. A este límite de quien aspira a validarse institucionalmente, se le agregan otros. ¿Cómo conseguir que los colegas evaluadores acepten abordajes no convencionales? Y los burócratas de la investigación, ¿qué harían si los investigadores no colocáramos en cada “casillero” de sus formularios los términos que la fuerte formación imperialista, sedentaria y positivista del saber ha estandarizado y naturalizado? Es dilemático. Abordemos ahora el tercer soporte: metodología y libertad. No se niega aquí que la investigación requiera métodos sólidos. Se sostiene en cambio que la creatividad no surge de fórmulas estancas. La investigación innovadora –no la repetidora– necesita procedimientos que presenten resquicios para la libertad. De modo que una vez lograda la obra, recién se pueda explicitar con relativa claridad el método.
El investigador en una primera etapa de su formación se rige por la metodología vigente para contribuir a su propia solidez. Pero cuando siente en sus hombros un cosquilleo de plumones, cuando sus alas quieren crecer, el estudioso innovador huye de los métodos canónicos, pero a través de ellos. Inventa categorías propias, deconstruye las establecidas. Busca grietas y fallas, introduce arte aunque se trate de ciencia. Utiliza los métodos como las herramientas de una caja o inventan nuevos. Soporta la pirotecnia de las velocidades y los movimientos de nuestro pensamiento y de lo que estamos estudiando, presiente lo impredecible. Produce un ritornelo de segundo tipo, un ritornelo cósmico.
Investigar así es como dar saltos sin saltar, como ser nómade desde una aparente inmovilidad. Esto es un secreto a voces entre los investigadores cuánticos, los físicos teóricos, los microbiólogos, los meteorólogos, los filósofos de la vida, los científicos no sustancialistas, los artistas. Los nómades, esos que dan saltos incluso sin moverse del lugar pues existen muchas maneras de saltar.
La ilusión del simplismo - Martín Lousteau
La ilusión del simplismo
Un amigo define los populismos como la subordinación permanente del largo plazo al corto plazo. Me gusta el poder de su interpretación: no conozco ninguna que sea más clara y sintética acerca de lo que muchos entendemos por dicho término. La misma no requiere referencia alguna a cuestiones más complejas y debatibles, tales como tradiciones nacionalistas, actitudes demagógicas, propensiones asistencialistas o tendencias de tinte autoritarias. Las administraciones kirchneristas han tenido, en ese sentido, un neto sesgo populista. En materia de economía han optado por pedir prestado al futuro (malgastar recursos de la Anses, dilapidar innecesariamente las reservas y emitir dinero) antes que corregir las inconsistencias que se fueron acumulando.
En pesos de hoy, el gobierno nacional tiene la friolera de 400.000 millones más que en el año 2003, es decir el equivalente a 40.000 pesos más por familia por año. Gasta dos veces más en seguridad sin resultados. Cuatro veces más en educación y los problemas continúan. Veinticuatro veces más en subsidios a empresas privadas y públicas, en una dinámica típica de bola de nieve que ha llevado a que sea el propio BCRA el que imprime billetes para pagar ese derroche insostenible. En el caso del transporte se han gastado 175.000 millones de pesos de hoy, es decir 10.000 boletos mínimos por habitante del Área Metropolitana de Buenos Aires: no hace falta recordar cómo se viaja en nuestro país. No cabe duda de que los subsidios son un instrumento imprescindible a la hora de construir una sociedad integrada. Precisamente por ello, porque son tan importantes, es que no pueden quedar en manos deJulio De Vido, Ricardo Jaime o Guillermo Moreno.
En materia legislativa también ha caído en la tentación de iniciativas con escaso sustento detrás. Eso ha ocurrido, por ejemplo, en temas de seguridad (con la aprobación de la "ley Blumberg"), o de prevención y atención a la violencia de género (no da los pasos administrativos para que se cumpla con la legislación sancionada). Y también se podría decir lo mismo en otras áreas. Eligió que la Asignación Universal por Hijo esté sostenida en un decreto antes que una ley. Y la universalización de las prestaciones previsionales se hizo en base a una holgura fiscal momentánea y no rediseñando integralmente el sistema: hoy casi la totalidad de la clase pasiva tiene cobertura, pero nadie se pregunta qué pasará con los que se retiren dentro de 5, 10, 15 ó 20 años.
Los populismos hacen eso: dejar la factura para más adelante. Y cuando salimos de la burbuja de la ilusión para enfrentarnos con la realidad, reaccionamos indignados. Lamentablemente, en nuestra furia sólo vemos los problemas más recientes y obvios. Caemos, entonces, en un diagnóstico excesivamente simplista acerca de lo que nos aqueja, y aceptamos consignas unidimensionales. "Es preciso acabar con las mafias y la corrupción", "Hay que defender las instituciones", "Tenemos que tener más diálogo" o "Lo que importa no es la ideología sino resolver los problemas de la gente" constituyen todas apelaciones que pueden sonar atractivas pero resultan semi-vacías y no alcanzan a describir la magnitud de los desafíos que nos aguardan. El facilismo de las recetas en las que confiamos cuando las fisuras de lo vigente se tornan indisimulables no es de ahora. Hace poco más de una década también creímos que si complementábamos la Convertibilidad con honestidad tendríamos un futuro promisorio. Así nos fue.
Lamentablemente, en nuestra furia sólo vemos los problemas más recientes y obvios. Caemos, entonces, en un diagnóstico excesivamente simplista acerca de lo que nos aqueja, y aceptamos consignas unidimensionales
Es que los tan mentados fines de ciclo resuelven poco o nada: no podemos mejorar sólo a fuerza de contradecir los defectos más salientes de lo último que padecimos. Tampoco poniendo, como sociedad, las culpas siempre afuera en una clara actitud adolescente. Si pretendemos soluciones adultas debemos actuar con madurez. Tenemos que hacernos responsables de nuestros actos, ser capaces de ver en las falencias de los otros también las propias, y reconocer que los grandes cambios requieren trabajo, constancia y paciencia. Desarrollarse es un poco como ver a los hijos crecer: ocurre todo el tiempo pero sólo nos damos cuenta cuando somos capaces de mirar a la distancia. Ojalá un día podamos decir con asombro y orgullo: ¡cómo cambió el país en los últimos veinte años!
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