El debate
acerca del papel de los intelectuales en las sociedades contemporáneas, que por
algún tiempo permaneció algo adormecido, ha recobrado una enorme vitalidad en
los últimos años. El anunciado final de las grandes filosofías de la historia
moderna y los relatos iluministas de ordenamiento del mundo generaron
incertidumbres acerca del porvenir del intelectual. Sin embargo, su figura,
transformada por el paso de las décadas, se vuelve a mostrar hoy relevante y
necesaria para la comprensión de los acontecimientos sociopolíticos del nuevo
siglo. En este contexto, y rubricando ese renovado interés, se acaba de
publicar en nuestro país una edición revisada y ampliada del libro de Carlos
Altamirano Intelectuales (Editorial Siglo Veintiuno). Con motivo de esa
reedición, Ñ conversó con el autor en su estudio del barrio de Palermo.
En el
libro, usted plantea un vínculo fundacional entre el surgimiento de los
intelectuales y el de la modernidad. ¿Cuáles son las transformaciones que ha
experimentado la figura del intelectual, si tenemos en cuenta que gran parte de
los valores modernos han sufrido un enorme desgaste?
Bueno, hay
cambios y continuidades. Respecto de los cambios: durante mucho tiempo, la idea
de que la historia estaba asistida por un sentido de progreso y de que los
intelectuales debían embarcarse en ese cauce y ayudarlo constituyó una especie
de visión compartida. Esa visión fue sufriendo sucesivas desmentidas y algunos
filósofos –de Nietzsche a Heidegger, entre otros representantes “sombríos” de
la modernidad– establecieron un punto de vista crítico sobre ella. Hoy,
difícilmente un intelectual podría sostener que la historia asiste a un proceso
de progreso creciente o dialéctico. Esa fe está erosionada.
La otra
cuestión asociada a esto es que el ejercicio de cierto profetismo laico, por
así llamarlo, ha perdido margen de credibilidad. Hasta hace poco, se podía
escuchar que estábamos viviendo en una sociedad capitalista que luego sería
superada por una poscapitalista con tales o cuales características. Hoy es
difícil escuchar que alguien se exprese de ese modo. Se puede ser muy crítico
del presente, e incluso considerar que su funcionamiento es intolerable y que
puede haber una sociedad mejor, pero es difícil escuchar que alguien diga que
ese es el paso ineluctable de una marcha que arrastra al conjunto de la
sociedad. Hay muchas dificultades para elaborar una doctrina general que opere
como esquema conceptual para leer coherentemente el conjunto del mundo. La
historia parece más opaca, más oscura, imprevista; el elemento contingente
tiene en la actualidad un papel mucho mayor del que se le otorgaba en el
pasado. Y así también se erosiona el rol del intelectual como profeta. Pero
también hay continuidades. Por ejemplo, la idea de que el intelectual defiende
ciertos principios o valores relativos a la verdad y la justicia y que está
autorizado a hablar en función de un saber específico, o que es su
responsabilidad hacerlo. Ahí uno puede reconocer la permanencia del intelectual
en esa posición del espacio social; posición que por otra parte le es
solicitada, ya que muchas veces se los entrevista y se los interroga para que
hablen acerca de cómo marchan las cosas en el mundo, bajo el supuesto de que
pueden decir algo iluminador o didáctico. Esa dimensión docente vinculada a la
tradición del iluminismo del intelectual “totalizador” que puede hablar en
términos globales, aunque está muy erosionada, sobre todo entre los propios
intelectuales, en cierta medida permanece. Hoy los intelectuales defienden una
verdad, pero en la mayor parte de los casos reconocen que no es la única verdad
defendible.
De Emile
Zola a Edward Said, pasando por Jean-Paul Sartre, ¿la figura del intelectual
siempre estuvo vinculada a ese modelo de defensa de la “verdad” y al compromiso
político?
Con los
nombres que vos das, uno podría trazar una genealogía. Ese es un sector, una familia
de intelectuales, que no podría decir que se ha extinguido. Ahora bien, Michael
Walzer, por ejemplo, piensa que el intelectual no es alguien que ha salido de
la caverna y ha podido contemplar la luz de la verdad: el intelectual está,
para él, en la caverna. Y por lo tanto, la verdad de la que puede hablar es la
de su propio grupo, la de su comunidad. También se podría tomar el caso de
Foucault: es difícil que alguien que trabaja con la idea de un “régimen de
verdad”, o de “construcciones de la verdad”, se erija como el enunciador de una
verdad que los otros deben acatar. Entonces el paisaje hoy da lugar a una serie
de figuras y familias que no pueden reducirse a un único patrón. El modelo de
intelectual que surge ligado al advenimiento de la sociedad moderna y que tiene
su bautismo político con el caso Dreyfus en Francia a fines del siglo XIX
constituye hoy sólo uno de los cauces posibles: siempre aparece la palabra
“verdad”, pero varía lo que ella significa en cada caso.
¿Podría
describir brevemente dos de las perspectivas de interpretación que menciona en
el libro, la marxista y la sociológica?
Hay dos
cuestiones interesantes con respecto al marxismo: una, que el marxismo como
ideología fue un polo de atracción para muchos intelectuales en todo el mundo,
como hermenéutica de lo actual y del curso de la historia y como proyecto o
programa de futuro. Pero, notablemente, en el período clásico de Marx y Engels
no hay una particular atención hacia este mundo que para Marx era el de los
“ideólogos”, como si no tuviera el suficiente espesor social para entrar en su
esquema de análisis. No obstante, él libra muchos combates por la
interpretación del capitalismo y mantiene una relación con los intelectuales
populistas rusos. Pero es como si Marx sólo pudiera ver a través de esa
intelligentsia , pero no pudiera verla a ella: Marx no se puede representar a
sí mismo en esa visión. Entonces apenas se puede tomar una frase de La
ideología alemana , otra del Manifiesto comunista , algunas declaraciones
sueltas en las que parece esbozar un reconocimiento de la figura del
intelectual.
Sin
embargo, cuando se ingresa al siglo XX, el Partido Socialdemócrata alemán se ve
obligado a dar cuenta de la existencia de esa intelligentsia . Más aún, hay una
serie de tensiones al interior del partido entre los intelectuales, que
manejaban la prensa y la teoría, y el sector obrero. Esto no hizo sino
incrementarse a medida que las batallas que el socialismo tuvo que librar
requirieron el concurso de esta “gente de saber”. Con Gramsci esto obviamente
cambia: él pone la cuestión de los intelectuales en un lugar central, ya que le
asigna a la cultura y al combate cultural un lugar central. Sin desarmar el
tejido intelectual existente y generar un ejército propio de intelectuales
orgánicos, no es posible que la hegemonía del proletariado pueda crecer. Uno
puede preguntarse: ¿las perspectivas sociológicas eran ajenas al paradigma
marxista? En algunos casos, sí. Pero en otros, no. Karl Mannheim, por ejemplo,
representa la tentativa de perfeccionar y refinar el esquema marxista de lucha
de clases y mundo cultural introduciendo la referencia a la intelligentsia .
Pierre Bourdieu, crítico del economicismo marxista y de la relación directa
entre mundo ideológico y clases, presenta por su parte un modelo de análisis
extraído de la sociología weberiana de las religiones: no presta atención sólo
al mensaje sino a los que producen el mensaje. Hay entonces una zona de la
sociología que está más o menos emparentada con el marxismo, pero sin
participar de las ortodoxias partidarias, y otra sociología que se hace
completamente al margen del paradigma marxista; es el caso de Edward Shils, por
ejemplo. En cualquier caso, la pregunta de la sociología es “¿qué es lo que
hacen realmente los intelectuales en la vida social?”, que es muy diferente a
la pregunta normativa: “¿qué es lo que deben hacer?”. Curiosamente, Bourdieu,
en su último estadio, hace un llamado a los intelectuales para que se opongan
al poder económico, al poder del mercado, algo que veinte años antes hubiera
considerado un gesto “sartreano”. Invierte su capital simbólico en una lucha
anticapitalista.
¿De alguna
manera el gesto de Bourdieu representa la reciente rehabilitación del
intelectual comprometido?
En los años
90 uno podría haber suscripto a un diagnóstico que se estaba haciendo en el
mundo: la muerte de los intelectuales o, al menos, su eclipse. Mucho más
difícil sería sostener un juicio similar si se toma en cuenta la situación
latinoamericana de los últimos diez años. Ciertos fenómenos socio-políticos,
llamados genéricamente como “populistas” o de “centro-izquierda”, aunque esas
no sean las únicas designaciones que se emplean, han reactivado la vida
política en estos países. A mediados de los años 90, la idea de la política
como administración podía ser cuestionada, pero estaba en el aire: estaba el
mercado, el gran asignador de recursos, y la política era la que garantizaba un
buen funcionamiento de esa esfera. Incluso se trasladó parte del vocabulario
propio del mercado económico a otras esferas: se hablaba de “mercado político”,
de “mercado de ideas”. Hubo una especie de contaminación, por así decir,
derivada de ese lenguaje que tenía su esfera más propia en la economía. Todo
eso se ha trastornado en los últimos años e independientemente del juicio que
se tenga sobre estos procesos, el paisaje es enteramente otro. Asociado con
este proceso, reaparece en el espacio público la figura del intelectual. No es
que los intelectuales hubieran desaparecido, que se hubieran llamado a
silencio, pero por un tiempo parecieron circunscriptos a círculos pequeños.
Pero en los últimos años –y quiero decir no tanto del año 2003 para acá, sino
más bien del año 2008 en adelante– asistimos a una intensificación y una
amplificación de su intervención en el espacio público. Obviamente no estoy
haciendo ningún descubrimiento, pero creo que no es un hecho que pueda
circunscribirse al ámbito argentino sino que es mucho más extendido.
¿Hay un
nuevo modelo de intelectual entonces?
Yo creo que
hay una rehabilitación de un modelo de compromiso político ya conocido. Es
claro en el caso de la constelación de intelectuales que apoya al gobierno,
cuyo punto de reunión es la agrupación Carta Abierta. Uno no podría decir que
aparece allí algún rasgo que no hubiera sido ya visto, excepto en lo relativo a
la organización y al alistamiento de un sector tan amplio que, hasta donde sé,
es inédito en la historia argentina. La movilización en defensa del gobierno me
parece algo nuevo; ahora, en términos de patrones o pautas generales, el
intelectual como ideólogo es una figura conocida en la tradición política e
intelectual argentina.
También hay
un renovado interés en los fenómenos latinoamericanos por parte de pensadores
europeos que ocupan un rol importante en los debates públicos internacionales.
Muchas
veces nos visitan notorios intelectuales –franceses o italianos, por ejemplo– y
encuentran aquí cosas que no ven en sus países. Yo creo que uno puede registrar
una tradición bastante larga de europeos que van a las zonas calientes de la
historia porque en sus países por alguna razón la revolución no tiene lugar, se
retira o parece haberse eclipsado, y “hay algo que se mueve allá lejos”. Puede
ser China, como lo fue para André Malraux, o América Latina, como lo fue para
Régis Debray, bajo la idea de que la periferia es efectivamente donde se
verifican los grandes enfrentamientos. Cuando viene Toni Negri, por ejemplo, o
Jacques Rancière, ¿encuentran que acá esa revolución muestra su vitalidad? No
lo sé.
Para
terminar: la expansión de los nuevos medios de comunicación trastocó
completamente los modos de producción y circulación de los discursos...
Yo creo que
hoy no son los intelectuales los que producen opinión: son los comunicadores de
los media los que más gravitan en este terreno. Los medios audiovisuales
funcionan con un ritmo que presiona en el sentido de la simplificación. Y ahí yo
sí enunciaría una fórmula normativa: allí donde reina la simplificación, la
obligación del intelectual, independientemente de cuáles sean sus convicciones,
es introducir sentido de la complejidad, resistir la tendencia a la
simplificación y rehusarse al lenguaje de los estereotipos.
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