El proyecto de reforma de la Carta Orgánica del Banco Central ya tiene media sanción y su aprobación en el Senado se da por descontada. Con el tiempo, la plena utilización de las nuevas herramientas que crea la reforma generará muy probablemente una mayor inflación y pérdida adicional de competitividad, junto con un ensanchamiento de la brecha entre el tipo de cambio oficial y el paralelo. Sin embargo, si uno la mira en detalle, se trata -vaya paradoja- de una buena propuesta.
El problema es que la futura Carta Orgánica sería adecuada para un país de adultos. Uno en el cual la función pública tuviera prestigio y atrajera la mejor gente mediante un severo proceso de selección. En el que los presidentes del BCRA dieran cuenta de sus pronósticos, planes y desvíos respecto de ellos en el mismísimo Congreso. Donde los políticos discutieran de forma rigurosa, pero a su vez respetuosa. Una normativa para un gobierno que permitiera el disenso interno y externo; y una clase política que no dirimiera sus diferencias apelando permanentemente a los medios de comunicación. En resumen, una ley para una sociedad responsable que piensa estratégicamente en el futuro sin recurrir a vanos atajos.
La propuesta puede descomponerse en tres elementos principales:
1) acta de defunción (aunque sobrevive la imposibilidad de indexar) de la convertibilidad
2) enorme aumento de la capacidad regulatoria del BCRA
3) más concentración de poder en su Presidente
Durante la convertibilidad cada peso físico que circulaba debía estar respaldado al menos por un dólar en las reservas. Una vez salidos del 1 a 1, con un tipo de cambio fluctuante, acumulación de reservas y mayores posibilidades de absorber circulante con herramientas creadas después de la crisis, el valor en pesos de las divisas en el BCRA comenzó a exceder lo estipulado en la Carta Orgánica. Fue así como a fines del 2005 se denominó a dicho exceso "Reservas de Libre Disponibilidad" y se lo utilizó para precancelar la deuda con el FMI. Como se puede apreciar, aún a pesar de haber abandonado la Convertibilidad, la lógica para definir el nivel mínimo requerido para el límite inferior de las reservas siguió siendo muy similar.
Ello cambia ahora sustancialmente con el proyecto del Poder Ejecutivo Nacional. En él se establece que el nivel de reservas mínimo será definido discrecionalmente por el propio BCRA, y que el excedente podrá ser utilizando para repagar distintas deudas. La modificación no carece de razón: si tengo más reservas de las necesarias y gano por ello muy pocos intereses resulta preferible usarlas para cancelar deuda que me cuesta más cara. El desafío radica en que no es tan sencillo determinar cuál es el nivel de reservas óptimo.
Las reservas internacionales constituyen una suerte de seguro: asegurarme de más es innecesariamente oneroso, pero asegurarme de menos puede ser catastrófico. Su rol es el de proveer un mecanismo estabilizador ante determinados shocks. Un adecuado stock de reservas permite evitar oscilaciones bruscas en el valor de nuestra moneda, provee liquidez en el caso de una corrida bancaria que afecte los depósitos en dólares, y brinda acceso a recursos inmediatos para pagar deudas denominadas en otras monedas en caso de emergencias. La cuantía requerida para cumplir con estos objetivos depende de factores tales como el tamaño de la economía, su apertura comercial, la dimensión del sistema financiero, el funcionamiento del mercado monetario y cambiario, el grado de dolarización y la volatilidad externa a la que está sujeta el país, entre otros; y su determinación precisa requiere una profunda discusión.
Lamentablemente, los antecedentes del Gobierno no parecen presagiar nada bueno. Y la oportunidad en que se presenta el proyecto es una evidencia adicional al respecto. Resulta lógico reformar la Carta Orgánica del Banco Central cuando se ha producido un colapso que torna inaplicable la normativa previa o cuando a la entidad le faltan herramientas para lidiar con los problemas existentes. El colapso de la convertibilidad es un buen ejemplo de lo primero; y el período de depresión económica y deflación que lo precedió es un caso perfecto de lo segundo. Hoy, después de años de un muy buen ritmo de crecimiento y una inflación entre las más altas del mundo, no parece en absoluto que al BCRA le falten instrumentos sino todo lo contrario: ha hecho abuso de los que tiene.
La futura ley le otorga facultades más amplias aún. La utilización de reservas para el pago de deuda, algo que ya viene ocurriendo repetidamente desde 2009 (sin considerar el mencionado pago al FMI), se tornará un mecanismo habitual más que estratégico o de emergencia. Además, producto de una modificación de último momento, el Banco Central podrá emitir cincuenta mil millones de pesos adicionales a los ya permitidos para dárselos al Tesoro. También tendrá la capacidad de prestar directamente y sin criterios preestablecidos dinero a los bancos para créditos productivos; y podrá ejercer cualquier regulación sobre la actividad de las entidades financieras.
Más allá de la acelerada pérdida de calidad técnica del BCRA que ha tenido lugar en los últimos ocho años y de la pobreza de su actual directorio, que no presagian una utilización responsable de estas herramientas, surge otra duda: en un gobierno que recurre a la anécdota como base para muchas de sus decisiones y que no duda en tildar de enemigos a aquellos que opinan distinto, ¿cuánto poder tendrán los funcionarios más responsables a la hora de dirimir futuras diferencias de criterio? ¿Se puede confiar en que una Carta Orgánica como la que se propone vaya a ser utilizada con madurez o será abusada por improvisados y advenedizos que subordinan siempre el largo plazo al corto plazo?
Ahí radica precisamente una gran falencia de nuestra sociedad. No podemos siempre andar eligiendo entre vaciar al Estado de herramientas o manipularlas sin límites socavando un futuro que al final siempre nos alcanza. Allí, y a menos de 25 años, están la convertibilidad y la hiperinflación como costosos ejemplos de las consecuencias de esas opciones extremas.
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