miércoles, 14 de septiembre de 2011

El malentendido - Tomás Abraham para Perfil


Comparto la excelente nota sobre Sarmiento que publicó el filósofo este domingo en Perfil.

El lunes pasado ya tenía escrita la nota del domingo. La escribo con días de anticipación porque la corrijo decenas de veces. Las líneas fundamentales y el ochenta por ciento de las notas, una vez en el horno, salen rápido, pero el aderezo lleva mucho tiempo. Adverbios, preposiciones, frases oscuras, vocablos repetidos en la misma oración, una palabra que aclara la idea; todo eso lleva tiempo.
Así que el lunes, como decía, mi editora de PERFIL, Silvina Márquez, me envía un correo  para consultarme si podía escribir una nota especial para el 11 de septiembre. Por lo general, soy una persona diligente y me gusta satisfacer pedidos y también me gusta que me apuren porque estoy acostumbrado a vivir entre la espada y la pared. No hay como el apriete. Pero en estos días, mis energías y mis terminales neuronales están que arden, camino cuesta arriba y me falta el aire. Quiero vacaciones. No puedo crear ideas al por mayor dos veces por semana. No es fácil este oficio. No escribo sobre lo ya pensado ni tengo un formato previo ni una matricería amiga que me envía los moldes.
El desierto es mi sitio, no es alarde romántico, es la vida del beduino cerebral, del nómade que sabe que pensar tiene ruido a vacío, no a hueco, no es un chiste, no es de cabeza hueca, sino de vaciar lo que ya está escrito.
Lo dicen las grandes autoridades; lo dijo Bacon, el pintor, lo repite Gilles Deleuze, crear una forma es borrar las que ya están. Y les aseguro que en materia de actualidad política, de ideas filosóficas, todo ha sido dicho, por lo tanto, antes de decir algo, hay que borrar, crear el desierto propio.
Bien, le dije a Silvina que no tengo restos para escribir sobre Sarmiento, que me quedé sin podadora para desertificar el terreno y que, en todo caso, averiguara si me dan tres días más de plazo, hasta el último momento posible; si era así, vería si podía escribir unas líneas sobre Sarmiento inmortal.
Respuesta de mi comprensiva editora: “No se preocupe, es por las Torres Gemelas, puede enviar la nota habitual”. Me reí a carcajadas. ¡Qué buen chiste!, 11 de septiembre. ¡Qué desubicado que soy! Profesor universitario, intelectual, escritor, hombre que enseña y forma gente, transmisor de conocimientos de los grandes hombres de la cultura, estudioso a tiempo completo. ¿Cómo no se me ocurrió que lo que me iban a pedir es que exprese mi opinión sobre el saudita Bin Laden y sus pilotos suicidas, y no sobre este molesto sanjuanino que tuvo el mal tino de morirse en el Paraguay el mismo día en que se cayeron las torres?
Pobre Sarmiento. Pobre yo, que jamás accederé a sus obras completas. No tengo otra alternativa que amarlo. Leí a Sarmiento de a trozos. Un poco de todo y nada de mucho. Soñé con escribir un día sobre él porque me parece el hombre más grande que dio esta tierra. Dije hombre, no dije santo. No es el santo de la pluma, como tampoco hubo un santo de la espada. Hay más de un enano vigía subido sobre los hombros de este gigante que le anda pidiendo certificados de buena conducta y espiando sus travesuras para impedir su descanso en el panteón de la historia.
Sarmiento creía que Europa se moría. Que los ilustrados jamás se sacarían sus ridículas pelucas. Para él, los Estados Unidos de Norteamérica representaban el futuro. El gran país del Norte estaba poblado por un pueblo de irreverentes, con espíritu práctico y pionero. Eran federales a ultranza, municipales a la vez que cosmopolitas. No era la vida provinciana de los cañaverales sureños lo que lo seducía, sino el hierro y el humo de la sociedad de los engranajes. Lo decía a mediados del siglo XIX, antes de que Marx se inspirara en Londres para su teoría del capitalismo industrial.
Así como el judío alemán inventor del comunismo huyó de su Alemania pastoril, el sanjuanino despreció la hidalguía del señor castellano, prototipo de nuestro copetudo portuario y del caudillo provinciano.
Para Sarmiento, no había otra salida para la Argentina que la industrialización y la urbanización. Fue el terror del espíritu colonial, tan feliz con las estancias y los saladeros, con la peonada agradecida y el patrón amigazo. El maestro de maestros no se quería comer a los gauchos, no era un caníbal racial. Eso sí, a laburar. Lo mismo que dicen los chinos hoy. Y lo que llamaba educación popular es lo que hoy llaman sociedad de conocimiento: estudiar para producir, estudiar para progresar, estudiar para transformar.
Popular, porque el sanjuanino no les tenía miedo a las masas. No era Alberdi, que primero pedía disciplinamiento del pueblo y luego, con la riqueza producida, entonces sí, cultura y debate de ideas.
Para Sarmiento, el exaltado, hiperbólico, la industrialización y el progreso necesitaban de la educación popular. Aunque fuere para leer rápido los avisos comerciales que estimulan el consumo. Educación para todo el mundo. Paisanos y doctorcitos, modistas e ingenieros, gallegos y polacos, todos a la escuela pública. Esa escuela a la que hoy   destruyen en nombre de la inclusión y el desprecio al trabajo docente, desprecio del que hacen gala los mismos docentes. Sarmiento era un batallador contra las elites. Mucho antes que Perón, que construyó escuelas e imprimió libros con su foto para los pobres de esta tierra, él sí integró al pueblo al conocimiento universal sin foto propia, sin mención en el Bicentenario, sin efemérides siquiera.
Me ha tocado recientemente hablar ante auditorios conformados por militantes y dirigentes de fuerzas progresistas acerca de temas de actualidad y, entre otras cosas, decía que era una excelente idea que se creara una rama juvenil con el nombre de “La Sarmiento” si querían hacerle fuerza a la mediocre La Cámpora. En ocasiones como ésta, por lo general hay abucheos en más de un sector  y un silencioso rechazo de parte de otros. “Sarmiento tiene mala prensa”, me dicen.
Entonces, habrá que cambiar la prensa; no hay otra. Mientras en nuestro país no hagamos de Sarmiento el ejemplo de todos los argentinos, la mediocridad será nuestro promedio.
No era un puritano, más bien un transgresor. Así como se lo acusa de desmerecer a las razas precolombinas, se lo puede enaltecer por exigir la igualdad de hombre y mujer e igual derecho al trabajo. Las maestras de Sarmiento.
Hay que huir de los escolásticos que desembuchan frases de aquí y de allá para exhibir héroes y malditos de bolsillo. Vi talmudistas y cabalistas enfrascarse hasta el alba para dirimir posiciones sobre una letra o dos. A los trotskistas rescatando marxismo y leninismo con lupa y martillo. Y agregamos a los sarmientinistas, y a los revisionistas históricos, a los escuderos del pensamiento nacional, a los rosistas y caudillistas, a todos aquellos que disfrutan discutir sobre los colores de los papelitos de los caramelos olvidando chuparlos.
Sarmiento es más grande que Borges –quien lo nombró “el soñador que sigue soñándonos”– , el injuriado por antipueblo, racista, aún más grande, entonces, que el gorila conservador pinochetista que escribe a lo Chesterton. Y los dos más grandes aún que Ezequiel Martínez Estrada, quien escribió, como siempre lo hizo, páginas magistrales sobre el gran maestro presidente y sobre la bastardía del gaucho para penar en la soledad por sus pecados. Y todos ellos más grandes que nuestro historiador Halperín Donghi, que tuvo el desatino, otro más, de presentar un libro de gran volumen sobre la guerra del Paraguay: La maldita guerra, de Francisco Doratioto, en donde el reparto de culpas no era el acostumbrado ni por la historiografía revisionista ni por la liberal. Dice Halperín: “El revisionismo es impermeable a estos aportes. Si el autor hubiera intentado escribirlo aquí, este libro lo hubiera llevado a la locura. En Brasil este libro lleva la sexta edición: acá no se va a leer. Porque es serio”.
Gloria y loor. Las Torres Gemelas quedan petisas ante este monumento nacional que aún espera a su juventud.

http://www.perfil.com.ar/ediciones/2011/9/edicion_608/contenidos/noticia_0015.html

No hay comentarios: