Por Leonard Cohen
Es un honor estar aquí esta noche, aunque quizá, como el gran maestro Riccardo Muti, no estoy acostumbrado a estar ante un público sin una orquesta detrás. Haré lo que pueda como solista. Anoche no pude dormir, pasé la noche en vela pensando en qué iba a decir acá hoy. Después de comerme todos los chocolates y los maníes del minibar garabateé unas pocas palabras pero dudo que haga falta referirse a ellas. Obviamente, estoy muy emocionado por el reconocimiento de la fundación. Pero he venido esta noche a expresar otro tipo de gratitud que espero poder contar en tres o cuatro minutos.
Cuando estaba armando la valija en Los Angeles me sentía inquieto porque siempre he tenido cierta ambigüedad acerca de los premios a la poesía. La poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista. Quiero decir, si supiera de dónde vienen las canciones, iría allí más seguido. Es difícil aceptar un premio por una actividad que en realidad no controlo. Haciendo el equipaje para venir, tomé mi guitarra Conde, hecha en España, en el taller del Nº 7 de la calle Gravina hace 40 años más o menos. La saqué de la caja, parecía llena de helio, muy liviana. Me la acerqué a la cara y la olí. Está muy bien diseñada y tiene la fragancia de la madera viva. Sabemos que la madera nunca muere y por eso olía el cedro, tan fresco, como si fuera el primer día, cuando compré la guitarra hace 40 años. Y una voz parecía decirme: “Eres un hombre viejo y no has dado las gracias, no has devuelto tu gratitud al pueblo, a la tierra de donde surgió esta fragancia”. Y he venido esta noche a agradecer al suelo y al alma de esta tierra que me ha dado tanto. Porque igual que un hombre no es un DNI, una calificación de deuda tampoco es un país. Ustedes saben de mi fuerte asociación con Federico García Lorca. Puedo decir que cuando era un hombre joven, un adolescente, estaba hambriento por encontrar una voz. Y estudié a los poetas ingleses y conocí bien su trabajo y copié sus estilos, pero no pude encontrar una voz. Fue sólo cuando leí, incluso en una traducción, los trabajos de Lorca, que entendí que había una voz. No quiero decir que copié su voz; no me hubiera atrevido. Pero él me dio permiso para encontrar una voz, localizar una voz, encontrar un yo, un yo que no es fijo, que lucha por su propia existencia.
Al hacerme mayor supe que las instrucciones venían con esa voz. ¿Y qué instrucciones eran ésas? Nunca lamentarse. Y si uno debe expresar la gran e inevitable derrota que nos espera a todos, debe hacerlo dentro de los estrictos confines de la dignidad y la belleza. Así que ya tenía una voz, pero no tenía el instrumento para expresarla. No tenía una canción. Y ahora voy a contarles brevemente la historia de cómo conseguí mi canción.
Yo era un guitarrista indiferente. Sólo sabía unos cuantos acordes. Me sentaba con mis amigos, bebía y cantaba las canciones folk y las canciones populares de aquellos días, pero nunca me vi como un músico o un cantante. Un día, a principios de los años ’60, estaba de visita en casa de mi madre en Montreal. Su casa estaba cerca de un parque con una cancha de tenis donde la gente iba a ver a los hermosos tenistas disfrutar de su deporte. Fui a pasear a ese parque que conocía desde chico y encontré a un joven tocando la guitarra. Estaba tocando flamenco y lo rodeaban dos o tres chicas y chicos escuchándolo. Me enamoré de su manera de tocar. Algo de lo que hacía me capturó. Yo quería tocar así, aunque sabía que nunca lo lograría.
Me senté con los otros oyentes un rato y cuando hubo un silencio, un silencio apropiado, le pregunté si quería darme clases de guitarra. El joven era español y sólo podíamos comunicarnos en mi francés rústico y su francés rústico. El no hablaba inglés. Aceptó darme clases. Le señalé la casa de mi madre, que podía verse desde la cancha de tenis, hicimos una cita y acordamos un precio.
Vino a la casa de mi madre al día siguiente y me dijo: “Dejame escucharte tocar algo”. Lo intenté y me dijo: “No sabés tocar, ¿no es cierto?”. Le dije: “No, no sé tocar”. Me dijo: “Primero dejá que afine la guitarra, está muy desafinada”. Así que tomó la guitarra, y la afinó. “No es una mala guitarra”, dijo. No era la Conde, pero tenía razón, no era mala. Me la devolvió y me pidió que tocara.
No pude tocar mejor.
Me dijo: “Dejame enseñarte algunos acordes”. Y tomó la guitarra y produjo un sonido que yo nunca había oído antes. Tocó una secuencia de acordes con un tremolo y me dijo: “Ahora te toca a vos”. Le contesté: “Está fuera de cuestión, es imposible que lo haga”. Dijo: “Te voy a enseñar cómo ubicar los dedos”, y lo hizo. “Ahora tocá.”
Fue un desastre. Me dijo que volvería al día siguiente.
Volvió, me mostró dónde poner las manos, ubicó la guitarra en mi regazo de la forma más apropiada y empecé otra vez con esos seis acordes –una progresión de seis acordes–. Muchas, muchas piezas de flamenco están basadas en esa progresión.
Ese día fue un poco mejor. El tercer día también mejoró, de alguna manera. A esta altura sabía los acordes. Y sabía que, aunque no podía coordinar mis dedos con mi pulgar para producir el tremolo correcto, conocía los acordes. Y los conocía muy, muy bien.
Al día siguiente no vino. Tenía su número de teléfono, el de la pensión donde se alojaba en Montreal. Lo llamé para averiguar por qué había faltado a la cita y me dijeron que se había quitado la vida. Que se había suicidado.
No sabía nada sobre él. No sabía de qué parte de España venía. No sabía por qué estaba en Montreal. No sabía por qué tocaba allí. No sabía por qué había aparecido en esa cancha de tenis. No sabía por qué se había quitado la vida.
Me entristecí profundamente, por supuesto. Pero ahora diré algo que nunca antes mencioné en público. Fueron esos seis acordes los que se convirtieron en la base de todas mis canciones y de toda mi música. Ahora podrán empezar a entender las dimensiones de la gratitud que siento por este país.
Todo lo que han encontrado favorable en mi trabajo viene de este lugar. Todo, todo lo que han encontrado bueno en mis canciones y en mi poesía ha sido inspirado por esta tierra.
Así que les agradezco por la calidez y la hospitalidad que le han mostrado a mi trabajo. Porque, en verdad, les pertenece. Sólo me han permitido poner mi firma al final de la última página.
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