martes, 11 de octubre de 2011

Ermanno Cavazzoni: “Escribir es inútil como es inútil jugar al fútbol”


Nota publicada en Ñ el pasado sábado 07 de octubre.

El afecto que circula entre los hombres y las cosas del mundo, la locura, la comicidad y el poder, las lenguas artificiales son asuntos recurrentes en la obra del escritor italiano, que de visita en Buenos Aires invitado por FILBA, habló sobre todo ello. “La mejor literatura es la que sale por un impulso de felicidad”, aseguró.

POR AGUSTIN SCARPELLI


El afecto que circula entre los hombres y las cosas del mundo, la locura, la comicidad y el poder, las lenguas artificiales son asuntos recurrentes en la obra del escritor italiano, que de visita en Buenos Aires invitado por FILBA, habló sobre todo ello. “La mejor literatura es la que sale por un impulso de felicidad”, aseguró.
Los escritores inútiles (Emecé, 2004) es del tipo de libro que reclama un uso más que una lectura; como la famosa Rayuela, de Cortázar, esta novela del escritor Italiano Ermanno Cavazzoni le propone al lector distintos caminos para guiarlo a través de los pecados necesarios para convertirlo en un “escritor inútil”. Y la dificultad radica no tanto en la escritura sino en la condición de “inutilidad”: no es fácil volverse inútil, dice el autor-narrador, “a menos que la vida, con sus eventualidades, venga en socorro nuestro”. Y se ha establecido que las eventualidades son siete: las escuelas que se frecuentan, las familias por las que se es adoptado, las vejaciones sufridas, las esperanzas que se esfuman, los fantasmas que vienen de visita, los vagabundos que se termina por ser y las demencias de las que nadie se salva.

Esta última eventualidad es el centro al que vuelve una y otra vez la obra de Cavazzoni, cuyos personajes pueden pasar de un objeto inanimado —como las muñecas inflables que llevan consigo los escritores a sus tertulias o los alumnos de goma con ojos saltones para sentir que son escuchados con invariable admiración— a convertirse en seres que empiezan, de manera insospechada, a hablarnos de nosotros mismos de nuestra vulgaridad, de nuestra jactancia, de lo bufonescos que somos en la vida, en esta vida que desperdiciamos en el intento de parecernos a algo que nunca seremos. En fin, se trata de seres cuya racionalidad está en muchos casos seriamente cuestionada sin dejar de ser por ello, demasiado humanos.
Pero junto con los límites de lo humano este profesor de estética explora también los límites de la propia literatura que, por eso, se transforma —como sus personajes, incluso sus lectores— en algo marginal, casi al punto de destruirse como tal: “Este no es un libro para quinceañeros llenos de bellas esperanzas ni para señores maduros, pensantes y equilibrados. Este es un libro para todos aquellos que son unos fracasados y lo sospechan, independientemente de la edad y el censo, e intuyen que si tuviesen que vivir otra vez, volverían a fracasar”, se adelanta en la solapa. Es que a Cavazzoni, como él mismo confesó en la conferencia que brindó en el último Festival Independiente de Literatura de Buenos Aires, no le interesa la “buena literatura”: ese conjunto de hojas escritas en perfecto italiano, castellano, chino o alemán. Lo que a uno lo retiene frente a las páginas por las que pasa su pluma es una sonoridad, una música que se compone de repeticiones, acentos, recursividad.

Lo que al lector lo hermana con sus personajes tal vez no sea tanto las elucubraciones brillantes que estos ensayan (aunque las haya) o los grandes temas de la existencia (aunque los traten), sino cierta ternura que los envuelve —basta recordar al mecánico de bicicletas que, en Vida breve de idiotas (Eudeba, 1999), sufría horrores por la pena que le daba pensar en la fatiga que esos vehículos sufrían cuando le ajustaban los tornillos—, cierta dulzura que destilan —Guillermo Piro, su traductor al castellano, admitía sentir cierta pena por un personaje pedófilo que es engañado por una de sus potenciales víctimas—, cierta ingenuidad que los impulsa —allí está el esposo asediado que, intentando escapar de su esposa con un avión construido sobre la base de algunos retoques menores a un pequeño coche al que le fue agregado un par de alas, muere luego de unos minutos de vuelo— y, finalmente, cierta ambigüedad que informa los argumentos de los padecientes: como el “enemigo de la velocidad” que, impresionado por la velocidad a la que viaja la tierra y asustado por el peligro eminente de que se estrelle con algún asteroide lanzado al espacio, usaba un casco de bicicleta mientras leía los manuales de astrofísica.
En definitiva, es el afecto que circula, no sólo entre los hombres sino entre estos y las cosas del mundo e, incluso, entre las cosas mismas, aquello que, al mismo tiempo, excluye a Cavazzoni de la lista de los escritores malditos y nos hace a los lectores sentirnos cerca de sus personajes delirantes. ¿Acaso no nos encariñamos todos con algunas de las cosas más desalmadas, incluso con meros productos de consumo —un colega me confiesa que no quiere entregar su PC a la garantía a pesar de su funcionamiento “mañoso” por miedo a que se la saquen— con los que terminamos por pasar buena parte de nuestra (mejor) vida?

-¿Cómo concibe usted la relación entre arte y salud mental? ¿Por qué los escritores, y los artistas en general, visitan una y otra vez el tema de la locura? Y del otro lado, ¿por qué en el campo de la salud mental el arte se concibe como una práctica capaz de curar?

-Veo tres respuestas. Una forma de concebir esa relación, propia del positivismo del siglo XIX, era ver el artista como un caso de locura. Y quizá tenga algo de cierto. El otro problema, en cambio, es la representación de la locura: durante el siglo XX no existen muchos personajes de la literatura que no tenga algún tipo de locura en forma de alucinaciones, el deseo excesivo, con distintas formas de la neurosis. El tercer aspecto tiene que ver con la idea de que el arte es una forma de expresión y de comunicación con los otros y por eso se convirtió en una forma de sanar la locura, comprendida justamente como un problema en la comunicación.

Claro que hay formas extremas de la máxima perfección, como puede ser el caso de Obama (la razón personificada) y formas graves de locura, como la esquizofrenia. Entre los dos extremos todos ocupamos una posición. Es más, hay períodos de la vida en los que uno está más cerca de uno o de otro extremo. Por lo tanto, todos sabemos desde nuestra experiencia personal qué es la locura, aunque siempre se oculte. Y ese es el territorio, lleno de sorpresas, propio de la literatura.

-¿Qué lugar ocupa en este panorama la comicidad: podría considerarse un antídoto ante lo absurdo de la vida?

-La comicidad siempre está fundada en el error. Y por lo tanto, está emparentada con la locura. Pero la comicidad salva porque con ella se toma distancia del error que se ha cometido y por eso uno puede reírse de sí mismo. En cambio la locura es ser víctima del propio error. La locura muchas veces hace reír porque muestra la verdad a todos de aquello que, en realidad, somos.
-En la conferencia usted hablaba de la vocación del lenguaje italiano por la comicidad, pero ¿qué sería lo que aporta esa comicidad, qué sería lo propiamente italiano que hace que un Western se transforme en Spaghetti Western en la transliteración y/o traducción?
-Decir que la lengua italiana está volcada a la comicidad es difícil de sostener. Pero en la comedia italiana, en las películas se dan no los dialectos sino los acentos; las hablas locales de Roma, de Sicilia, de Milán, de Venecia son modos de hablar diferentes, en muchos casos cómicos justamente porque tienen caracterizaciones gracias a las cuales el personaje que los habla se convierte en una especie de muñeco o de títere. No obstante, es un fenómeno que se da en muchos países del mundo. Lo que es particular de la cultura italiana es su mayor tendencia a reírse de la autoridad, una especie de nihilismo, de escepticismo y, por ende, la comicidad es una forma de demolición de la autoridad, del papa, de los curas, de los obispos, de los cardenales, del poder político. Incluso el auténtico católico italiano es, en realidad, un descreído. Nápoles es una ciudad católica, pero la fe se utiliza para resolver problemas cotidianos simples, por ejemplo para tener un milagro personal, para tener suerte y ganar la lotería. Se usa la religión como una forma de superstición.
-¿Qué le pasa a ese italiano en la diáspora, tal como el que podía respirarse aquí a principios del siglo XX: conserva su vocación cómica o más bien es melodramático?
-El italiano de Argentina es para mí uno de los tantos italianos. Cuando estaba en el avión viniendo hacia aquí hablaba con un inmigrante calabrés y me costaba más entender su dialecto que su español. Todas esas diferencias son las que hacen a la riqueza de los idiomas. En cambio, en las escuelas se enseñan los idiomas nacionales, que son lenguas artificiales. Al dirigirse a la autoridad, se habla una lengua burocrática, tanto acá en Argentina como en Italia o en los Estados Unidos. Si se habla en la escuela, o se habla en televisión, la lengua es diferente. Si se habla en un café, estando borracho, la lengua cambia.
-Me interesó esto de que la comicidad es una reacción contra el poder, que muchas veces es el que nos vuelve locos en la medida en que deja cada vez menos espacios de libertad…
-Cuando digo poder, no me refiero al jefe de Estado sino a todas las formas de reglas, de normas. A los micro-poderes. Por ejemplo, los alemanes han interiorizado la ley, Kant es justamente la teoría de eso. Que la ley debe estar dentro de tu corazón. El italiano no ha “introyectado” la ley.
-¿Se podría leer hoy a “Cirenaica” —esa especie de mundo lejano, ese mundo fuera del tiempo, sin memoria, donde la gente no se va sino que desaparece— como una alegoría de la experiencia de los migrantes que hoy recorren Europa o EEUU?
-No sé. Cirenaica es el mundo percibido como confusión, aquella que se produce sobre todo cuando uno envejece y ya no se siente seguro de sí mismo; siente al mundo como si estuviese hecho de desorden, de ladrones, de inconvenientes. Yo lo había pensado como si fuera un más allá, como el Infierno de Dante Alighieri, sólo que un más allá no después de la muerte, sino antes de nacer. De hecho, el libro termina con una persona que viene al mundo. Aunque no fue escrito a la luz de este fenómeno moderno de la inmigración masiva (como el mundo de la periferia de París, ¿no?) tal vez sea cierto lo que usted dice: uno está acostumbrado a vivir en una Europa homogénea, con una población única. Sin embargo, algunos europeos ahora sienten que el mundo se ha convertido en Babilonia, una confusión y quizás en eso sí aparece ese elemento.


-“Los escritores inútiles” incluye al comienzo una tabla de doble entrada —en uno de los ejes figuran las siete eventualidades que mencionamos más arriba y en el otro los siete pecados capitales— que funciona como una especie de artefacto que se corresponde con cada capítulo. ¿Cómo se relaciona esta tabla con el resto del libro? ¿Cuál es su germen; fue un programa de escritura que usted se impuso?
-En realidad, fue una tabla inventada después de haber escrito el libro. La puse ahí fingiendo que es un programa de escritura, que es un poco una burla a todas las escuelas de escritura que enseñan a hacer los planos de la obra y, después, escribir el libro, algo que para mí es imposible. Es un juego: es un escritor inútil, sobre todo, si primero hace un plano…
-¿Inútil socialmente?
-Escribir es inútil como es inútil jugar al fútbol. Como son inútiles todas las artes. ¿Para qué sirve esa araña? Bastaría una lamparita para dar luz. Pero tanto el deporte como las artes son la cosa más importante que hay en el mundo. Y a menudo un autor siente que es inútil. Muchos, por otra parte, eligen escribir cosas comprometidas, sobre problemas sociales. Un escritor que reflexiona sobre lo que hace puede preguntarse: ¿para qué sirve mi trabajo? Como un jugador de fútbol puede detenerse y decir: yo toda la vida corro detrás de una pelota ¿qué sentido tiene? Por eso, son actividades inútiles. Pero es su inutilidad lo que las hace importantes. No soy capaz de escribir cosas comprometidas socialmente. Pero tal vez un día… He escrito, por ejemplo, sobre el origen judío de mi familia. Pero no considero que sea diferente de hablar de cosas inventadas. Y a veces tiene más verdad un relato de ficción que una crónica de lo real.
-Bueno, a veces sus relatos funcionan como una especie de crónica sobre la ficción, como una crónica sobre la manera en que la ficción, los mundos imaginarios, juegan un papel preponderante en la vida cotidiana. ¿No funcionan un poco así las muñecas inflables que acompañan a los escritores a sus veladas?
-Esto me vino de Guadalajara, donde había muchos escritores y cada escritor tenía su mujer. El escritor más importante tenía la mujer más bella, los menos importantes, menos bellas.


-Hay un fragmento titulado Max Weber en Los escritores inútiles: ¿Puede considerarse como una especie de crítica al academicismo, cuyo discurso siempre debe contener citas de autoridad para validarse como conocimiento?
-Claro, citando a Max Weber, un nombre alemán, doy una idea de seriedad. Esos nombres son muy cómodos porque contraponen la incertidumbre de la escritura justamente con la certeza típicamente alemana a la que hace referencia el personaje. Pero solo utilizo el nombre de Weber. Porque él ha escrito libros bellísimos sobre el nacimiento de la sociedad capitalista, el espíritu religioso de los alemanes, su ética protestante y otros temas.


-¿Se divierte mientras escribe?
-Es el momento más bello y también el más doloroso cuando no se logra escribir. Cuando uno escribe una página y le parece que está bien lograda, es la felicidad más grande. Después, publicar, todas las cosas públicas que se hacen después de sacar el libro es puro sufrimiento. Las peores cosas son los premios. Me decía un escritor alemán: recibir un premio es como que te caiga caca en la cabeza. Todo eso forma parte de la vida sufrida del escritor. Es como en el amor. El momento del amor es lo más bello. Después, todas las cosas públicas que hay que hacer —el matrimonio (por eso nunca me casé) y todo lo que sigue, que hace que el amor se convierte en un problema de gestión económica de la familia— es un engorro.


-En la conferencia dijo que no le interesan los escritores “prolijitos”. Sin embargo usted es un gran lector de Bioy Casares y de Borges, que es considerado por la crítica como uno de los escritores en lengua castellana más perfectos. ¿Qué le interesa de ellos?
-Borges, en los primeros libros, cuando escribe sobre el mundo gauchesco, es muy barroco. Cuesta leerlo porque es una lengua muy artificial, como sucede con parte de su poesía. Después, Ficciones, y demás, son bellísimas invenciones, grandes creaciones y, además, muy simples. Lo leía cuando tenía 20 ó 25 años junto con Bioy Casares, Silvina Ocampo, Roberto Arlt.
-¿Esa simplicidad de la que habla es a la que aspiraba ya la Revista Il Semplice, que usted fundó?
-Sí, la simplicidad es el hablar inmediato. Cuando uno está en la escuela y tiene que escribir sobre un tema es lo contrario de la simplicidad, busca las palabras, todo se vuelve difícil, empieza a dar vueltas a las cosas. Cuando se habla en una situación en las que estamos todos tranquilos y relajados, como ahora, es más simple. La mejor literatura es la que sale por un impulso de simpatía, de afecto, de un estado de felicidad. Esa es la simplicidad.


La entrevista propiamente dicha, termina aquí. Pero ese día el caso Schoklender ocupaba las páginas de los diarios. Y Cavazzoni nos cuenta —cuando le preguntamos cómo pueden dos personas tener exactamente la misma locura (a tal punto que los lleve al parricidio) o si hay alguna forma de producir esa locura— que “en la edad media a eso se le llamaba ‘locura de a dos’, como los gemelos que tienen el mismo pensamiento”. Entonces el traductor que acompaña a Cavazzoni, que no intervino en la charla más que para hacer su trabajo, hace un paréntesis y nos cuenta que él tiene un hermano gemelo, y “aunque no matamos a nadie —bromea— hemos experimentado dolores físicos a miles de kilómetros de distancia: él tuvo un accidente en Colombia y le pusieron un cuello ortopédico y yo tuve dolores tremendos. Desde entonces mi hermano, que es médico, ahora se dedica a investigar sobre ese tipo de conexiones entre gemelos”. Allí tiene, Ermanno, tela para cortar.

Acá el link: http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/ficcion/Ermanno_Cavazzoni_0_568143414.html

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