Por Jorge Lanata
Nos pasa como con tantas otras cosas: hablamos de ella como si nosotros no tuviéramos nada que ver. Criticamos la televisión como si estuviera pergeñada por un siniestro grupo de extranjeros, y nos negamos a ver que somos iguales a la televisión que tenemos. La televisión, que cumplió ayer sus primeros sesenta años, nos muestra: eso es lo que nos molesta más.
Nos molesta ver lo que, en efecto, somos. Tenemos una televisión facilista, amarilla, que vive muchas veces solo repitiendo el trabajo ajeno, a veces talentosa y sorprendente, siempre al tibio calor del poder de turno, a veces audaz y otras berreta. Hacemos mucha radio en la televisión: programas que solo muestran la imagen de tipos sentados frente a un micrófono, televisión sin imagen.
En sesenta años y con muy pocas excepciones, no hemos logrado una televisión con programas políticos: para qué pelearse con el poder de turno si hasta un canal –Telefe– llegó durante años a evitar tener un noticiero. Tenemos, también, una televisión en la que el Estado se confunde con el Gobierno, y así vegetan en Canal 7 capas geológicas de administraciones diversas, una sobre otra, y otra más: amantes, secretarias, militantes rentados, coproducciones de noventa para mí y diez para vos, programas de propaganda que nadie ve, y periodistas obsecuentes que preguntan al entrevistado si quiere agregar algo más.
Tendremos, ahora, una televisión que cambiará un monopolio privado por un monopolio estatal, convencida de que la audiencia se crea por decreto. Eso sí; respetamos las formalidades: a las diez de la noche sale el cartelito de protección al menor, y antes de cada tanta dice “tanda” y, al final, dice “terminó la tanda” (lo que no evita, claro, que después vayan los chivos). Cada cosa en su lugar, y Cinthia Fernández con las gambas abiertas. ¿No somos igualitos a eso que nos molesta ver?
Nos molesta ver lo que, en efecto, somos. Tenemos una televisión facilista, amarilla, que vive muchas veces solo repitiendo el trabajo ajeno, a veces talentosa y sorprendente, siempre al tibio calor del poder de turno, a veces audaz y otras berreta. Hacemos mucha radio en la televisión: programas que solo muestran la imagen de tipos sentados frente a un micrófono, televisión sin imagen.
En sesenta años y con muy pocas excepciones, no hemos logrado una televisión con programas políticos: para qué pelearse con el poder de turno si hasta un canal –Telefe– llegó durante años a evitar tener un noticiero. Tenemos, también, una televisión en la que el Estado se confunde con el Gobierno, y así vegetan en Canal 7 capas geológicas de administraciones diversas, una sobre otra, y otra más: amantes, secretarias, militantes rentados, coproducciones de noventa para mí y diez para vos, programas de propaganda que nadie ve, y periodistas obsecuentes que preguntan al entrevistado si quiere agregar algo más.
Tendremos, ahora, una televisión que cambiará un monopolio privado por un monopolio estatal, convencida de que la audiencia se crea por decreto. Eso sí; respetamos las formalidades: a las diez de la noche sale el cartelito de protección al menor, y antes de cada tanta dice “tanda” y, al final, dice “terminó la tanda” (lo que no evita, claro, que después vayan los chivos). Cada cosa en su lugar, y Cinthia Fernández con las gambas abiertas. ¿No somos igualitos a eso que nos molesta ver?
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