Nota de Caparrós que publicó en su blog pamplinas.
Abajo la nota.
Por: Martín Caparrós| 17 de octubre de 2011
Hoy es 17 de octubre. En la Argentina, el 17 de octubre es una de esas pocas fechas que significan algo. “Fusiles,/ machetes,/ por otro 17”, cantábamos, por ejemplo, hace décadas algunos desaforados optimistas, antes de que llamaran a este día Día de la Lealtad. Y todo porque el 17 de octubre de 1945, hace hoy 66 –¿o fueron 666?– años, empezó, con una gran marcha popular, el peronismo.
Por eso los 17 de octubre siempre hubo festejos: encuentros, festivales, peleas con la policía, discursos ante tumbas, actos protocolares. Este es el primero en que no hay nada –o casi nada. Porque el peronismo gobernante está en campaña y, seguro de ganar, igual teme algún desborde: entonces prefiere no juntar personas en la calle, que siempre es peligroso, y no hace nada. La relación de este gobierno peronista con su historia tiene sus más y sus menos: muchos más, muchos menos. Se recuesta en historias más o menos ajenas, se olvida de historias más o menos propias.
El peronismo tiene esas cosas. El peronismo tiene tantas cosas. El peronismo tiene, en la Argentina, casi todas las cosas. Por eso es, entre tanto, tan complicado de entender. La pregunta habitual del extranjero informado, justo después de la primera referencia a Maradona –que ahora llaman Messi– es ésa:
–Discúlpame, a mí la Argentina siempre me pareció un gran país, faltaba más, pero lo que yo no entiendo es el peronismo.
Y los argentinos no tenemos el valor suficiente para darle la respuesta correcta:
–Yo tampoco.
Así que imaginamos otras. Nos hemos pasado la vida imaginándolas: 66 años imaginando es
as respuestas. El peronismo es, para empezar, el nombre político del derrumbe argentino. Desde que empezó, en 1945, la gobernó más que nadie, y 20 años de los últimos 22 de decadencia.
Son sólo cuentas –de colores–; las definiciones abundan, se contradicen, se contestan. Estamos de acuerdo en que el peronismo fue un movimiento nacionalista de origen militar que marcó la entrada a la escena política de los trabajadores que llegaban desde el campo atraídos por el desarrollo industrial, y que sirvió para integrarlos a la sociedad argentina, y que por eso viejos patrones lo combatieron e izquierdas clásicas lo lamentaron. Pero eso fue hace 66 años, y después pasaron tantas cosas.
Desde entonces, el peronismo fue sindicalismo perseguido en los cincuentas, sindicalismo propatronal en los sesentas, izquierdismo nacionalista en los setentas, nacionalismo fascistoide al mismo tiempo, intentos democristianos en los ochentas, neoliberalismo antiestatal en los noventas, populismo cuasiestatista en los dosmiles –y, en simultáneo, tantas otras cosas. Por eso el extranjero informado, ansioso, inquisidor, insiste:
-Pero, entonces, ¿el peronismo es de izquierda o de derecha?
-Bueno, en realidad...
Empieza el titubeo. El argentino no sabe decir que no sabe, así que guitarrea. Recuerda que alguien dijo, famosamente, al principio, que el peronismo era “el hecho maldito del país burgués” -explicación confusa. Y que entonces muchos dijeron que el peronismo no era algo explicable: “un sentimiento”. Y que un escritor actual pero tanguero dice que es la “nostalgia de un país que casi fue”, y que los politólogos actuales, pragmáticos, lo definen como la única voluntad de poder real que hay por aquí: ganas de ganar para ganar. Tantas, que consiguió producir uno de los mitos más potentes entre los numerosos mitos que conforman nuestro discurso político: que “sólo el peronismo puede gobernar la Argentina”. Y que, para eso, el peronismo se reinventa cada tanto, se escapa de su historia, conserva sus ritos y sus gritos y se vuelve su opuesto: se deshace para seguir siendo poder. Cualquier poder, el sol que más caliente.
Yo lo definí, hace poco, en un libro, como una rara fruta asiática. También decía que no existe: que hablar de peronismo es un abuso léxico, porque “peronismo” no significa nada. “Si una palabra no significa nada –si no se sabe qué significa, si significa demasiadas cosas, esa palabra no funciona y tiende a desaparecer. Si perro quisiera decir mamífero carniza de ojos tristes, engaño socarrón, adolescente que ese día se quedó sin plata, cuarto planeta del sistema solar de la vigésima de Andrómeda, la hojita que al caer produce en su refrote contra el suelo un chistido que recuerda vagamente al canto gregoriano, el tercer órgano sexual, empleado perserverante, verde botella, rojo pecado, blanco radiante, atropello violento con los codos, choricito, y venticuatro más, nadie diría perro porque no está diciendo nada. Hablar es poner en acto un pacto: yo digo uch y vos sabés que uch significa más o menos uch; para que una palabra sirva tiene que significar determinadas cosas, no cualquiera. Peronismo no cumple con este pacto: con éste tampoco”, decía en ese libro, y que, por eso, habría que dejar de decir peronismo: porque nadie habla con palabras que no dicen nada, y porque seguir diciendo peronismo es una forma de someterse a la voluntad de los que medran con esa confusión: de los que consiguen más poder gracias a ella.
Pero es probable que no sea ésa la opinión de muchos parroquianos y me gustaría que por hoy, 17 de octubre, Pamplinas se transformara en un lugar de discusión –¿una asamblea?– sobre el peronismo: argumentos, ideas, afirmaciones, dudas. Ustedes dirán, señoras y señores. Todo sobre la gran pregunta argenta: ¿qué es el peronismo? O, dicho de otro modo: ¿qué somos, si algo somos?
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